Pero me equivocaba

Carta de San Francisco Del anticlericalismo Dice Javier Cercas que ha vuelto del Vaticano más anticlerical de lo que ya era. Algunos aprovechan la ocasión para echársele encima, y quiero creer que en la mayoría de los casos su crítica se debe al desconocimiento. A primera vista, puede pensarse que lo anticlerical es todo aquello... Leer más La entrada Pero me equivocaba aparece primero en Zenda.

Apr 7, 2025 - 23:55
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Pero me equivocaba

Carta de San Francisco

En la presentación del libro La solución pacífica, que acaba de publicar Plaza y Janés, José Luis Rodríguez Zapatero apela a la pertinencia de la Carta de San Francisco, que considera uno de los documentos políticos más importantes de cuantos se pergeñaron a lo largo del siglo pasado, como cimiento básico desde el que reconstruir un nuevo orden mundial. El texto, al fin y al cabo el acta fundacional de las Naciones Unidas, eludía el empleo del término «rivalidad» y sus múltiples sucedáneos y orientaba su vocabulario hacia el anhelo de una convivencia pacífica que evite a las generaciones que iríamos llegando después de su escritura «el flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles». En el último año de carrera tuve una asignatura que se llamaba Historia de las Relaciones Internacionales y recuerdo que en la primera clase el profesor ―se llamaba Pedro Rivas y hace tiempo que no lo veo, aunque durante unos años me lo fui encontrando de vez en cuando en los lugares más inverosímiles― fue bastante taxativo al respecto: «No se engañen, la historia de las relaciones internacionales no es otra cosa que la historia de la guerra». Poco hay que indagar para cerciorarse de que el buen hombre tenía más razón que un santo y que a lo largo y ancho del orbe no ha dejado jamás de haber conflictos, lo que invita a preguntarnos si lo que hemos vivido hasta ahora en lo que algo pomposamente llamamos mundo occidental era efectivamente la instauración ―siquiera en modo de tentativa― de un nuevo estado global de las cosas o se trató solamente de una anomalía motivada por el pavor a que se repitiera el espanto de las dos guerras mundiales, ese miedo que heredamos de quienes las vivieron directamente o pudimos conocer de primera mano el testimonio de algunos de sus supervivientes ―e incluyo a los de nuestra guerra civil, considerada no sin razón en esferas internacionales como la primera gran batalla del colosal enfrentamiento provocado por los delirios hitlerianos― y que paulatinamente se diluye a medida que comienzan a ocupar el centro unas generaciones para las que el año 1945 constituye un pasado remoto y los desequilibrios del presente los abocan a la tentación de abrazar propuestas similares a las que entonces estuvieron a un paso de precipitar por el abismo a la humanidad entera. El célebre adagio que presenta al hombre como el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma tierra encuentra su correlato en aquella glosa a Heráclito en la que Ángel González dictaminó el parecido entre la Historia ―con mayúscula― y la morcilla de su tierra, porque se hacen las dos con sangre y se repiten. Tras asumir durante décadas que la convivencia en armonía era lo deseable y que la igualdad constituía un principio irrenunciable para cualquier sociedad que pretendiera considerarse a sí misma moderna y avanzada, vemos cómo ahora encuentran altavoz y aplauso voces que defienden lo contrario y cuyos discursos alimentan una doctrina del mal que parece nueva, pero es más vieja que el comer, y que se sirve del conocido subterfugio de señalar falsos culpables para ocultar intenciones verdaderas y oprobiosas. ¿Podemos repetir lo que ocurrió hace cien años o hemos aprendido lo suficiente como para advertir la trampa y buscar una salida antes de que sea tarde? Quiero mantener cierta esperanza en que suceda lo segundo, no estoy tan seguro de que no pueda ocurrir lo primero. He escuchado a gente romantizar las guerras, e incluso aseverar que ya nos va haciendo falta una, con esa seguridad y ese arrojo indolente que sólo conceden la ignorancia y la estulticia. El bienestar, antes o después, acaba encontrando enemigos poderosos. Recuerda Zapatero el hermoso discurso a favor de la paz que pronunció John Fitzgerald Kennedy ante la ONU el 20 de septiembre de 1963. Dos meses después lo asesinaron a tiros en Dallas.

Del anticlericalismo

"Dice Javier Cercas que ha vuelto del Vaticano más anticlerical de lo que ya era"

Dice Javier Cercas que ha vuelto del Vaticano más anticlerical de lo que ya era. Algunos aprovechan la ocasión para echársele encima, y quiero creer que en la mayoría de los casos su crítica se debe al desconocimiento. A primera vista, puede pensarse que lo anticlerical es todo aquello que se opone a la existencia misma de la Iglesia, si constreñimos el asunto al ámbito católico, o de las religiones, si contemplamos el concepto desde una vertiente más universal, pero a veces conviene echar un ojo al diccionario para deshacer equívocos y no derrochar iracundias sin motivo. El anticlericalismo es, como indica el propio término, lo opuesto al clericalismo, pero contra lo que podría pensarse de primeras este último sustantivo no atañe a todo lo relativo al sacerdocio, sino sólo a su desmán más recurrente. «Influencia de los dirigentes de una religión en la política de un Estado», «Marcada afección y sumisión al clero y sus directrices», «Intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos de otros miembros de ella», responde la Real Academia Española cuando le preguntamos al respecto, y me pregunto si no es ésa actitud la deseable incluso entre los propios ministros de Dios, que deben ser parte activa del rebaño y tener plena consciencia de sus capacidades y sus limitaciones, también de que hay personas que no comparten su misma fe y que, por tanto, pueden no comulgar con sus intereses ni con sus postulados. El otro día, al ver a un arzobispo truculento alegrarse por la llegada al poder de Donald Trump ―lo cual se parece mucho a bendecir el socavamiento de los derechos humanos―, pensé en lo lejos que están algunos pastores de aquellas palabras de Jesús que conminaba a sus seguidores a dejar de pensar en sí mismos y actuar por el bien de los demás. Lo decía San Mateo en su Evangelio: capítulo 16, versículo 24.

A media tarde en Madrid

"Eugenio d’Ors aseguró en una máxima famosa que en Madrid, a eso de las ocho de la tarde, si tú no estás dando una conferencia es porque alguien te la está dando a ti"

Eugenio d’Ors aseguró en una máxima famosa que en Madrid, a eso de las ocho de la tarde, si tú no estás dando una conferencia es porque alguien te la está dando a ti. Han transcurrido unas cuantas décadas desde entonces, pero su aseveración todavía rige imperturbable. Se ha adelantado algo el horario ―la mayoría de las actividades empiezan a eso de las siete y algunas son incluso más madrugadoras, quizá sea verdad que nos vamos haciendo europeos poco a poco―, pero hasta causa ansiedad ver cómo se van amontonando las invitaciones en la bandeja de entrada del correo electrónico o del guasap mientras uno constata que no va a dar abasto para atenderla. Todas las tardes se presentan libros, se entregan premios, se pronuncian charlas, se celebran conversaciones públicas, se discute sobre temas diversos en tertulias o se convocan encuentros más o menos informales con la excusa que mejor venga al caso. Lo bueno es que aquí todo el mundo sabe que cada cual lleva a la espalda su mochila, y no hay reproches ni malas miradas cuando no se acude a la cita o se arguye un compromiso previo para excusar la asistencia. Y aun así, hay quienes no pierden comba en aras de la diplomacia, yo he conocido ya a personas que salen de sus casas cuando despunta el alba y no regresan a ellas hasta pasada la medianoche no porque su trabajo las fuerce a ello, sino porque una vez finalizadas sus obligaciones laborales se ven impelidos a acudir allí donde se las llama y quedarse luego alternando hasta que el metro está próximo a cerrar sus puertas y empiezan a surcar los taxis las brumas de la noche. Hace unos años estuve charlando en Oviedo con un escritor que había abandonado Madrid para instalarse en la casa que conservaba su familia en el pueblo del que eran originarios. «Con tanta agitación, allí no hay quien escriba», me dijo. Yo pensé que ya sería menos, pero me equivocaba.

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