El presidente, un cuento de David Mendoza
Imagen de portada: ‘Office In a Small Town’, de Edward Hopper (1953). Tratar de transmitir la verdad con la verdad es una tarea casi imposible. Inventar y entramar una cadena de ficciones para acercarnos a una verdad es algo mucho más humano. En la Escuela de Imaginadores siempre hemos creído en la ficción como instrumento... Leer más La entrada El presidente, un cuento de David Mendoza aparece primero en Zenda.

Imagen de portada: ‘Office In a Small Town’, de Edward Hopper (1953).
Tratar de transmitir la verdad con la verdad es una tarea casi imposible. Inventar y entramar una cadena de ficciones para acercarnos a una verdad es algo mucho más humano. En la Escuela de Imaginadores siempre hemos creído en la ficción como instrumento para conocer el auténtico funcionamiento del mundo.
Y nuestro relato del mes consigue crear, desde una perspectiva no necesariamente realista, una potente metáfora de situación que resultará reveladora para la mayoría de los lectores. El imaginador David Mendoza (Madrid, 1973), afincado en la costa malagueña y profesional de la salud, firma este divertido relato que tanto nos dice de nosotros, de cómo funcionan las grandes empresas, las oficinas, los partidos, los grupos en general y, si se quiere, hasta las parejas. «El presidente» linda con lo absurdo y tiene tintes surrealistas. No busca la verosimilitud, pero es tan veraz que estremece.
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El presidente
La mañana en que apareció ese hombre por las oficinas de aquella empresa donde nunca pasaba nadie, todos levantaron su mirada de sus quehaceres rutinarios y lo observaron con el estupor de quien ve a un extraterrestre o a un fantasma, pues ninguno de los presentes lo había visto nunca antes.
—Prepáreme el café habitual, hoy lo tomaré solo, sin pastitas, me refiero —le dijo a la muchacha que se encontraba sentada en la admisión—. ¡Ah!, y no me pase ninguna llamada, diga que el presidente está reunido—. Su voz poseía una resonancia de otra época, estaba repleta de matices antiguos.
El tipo se encaminó hacia la sala de reuniones, ocupada con algunos trastos por su falta de uso, y cerró la puerta tras de sí. Los empleados de aquella oficina se miraron unos a otros con cara de incomprensión, y la chica del mostrador fue borrando poco a poco su rostro de estupor para mirar también a sus compañeros en busca de alguna explicación.
—¿Presidente? —dijo Luis, uno de los asalariados más jóvenes de la empresa—, ¿ha dicho presidente?
—Eso parece que ha dicho —le respondió Ángel.
—¿Desde cuándo tenemos presidente? —dijo otro.
—Me ha pedido que le prepare el café habitual… —dijo Blanca, aún estupefacta.
—Jamás he visto yo a este tío.
Luis se había levantado de su mesa y se empinaba discretamente para asomarse a la sala de reuniones, para ver qué hacía aquel tipo desconocido.
—Llévale el café, y a ver si le sacas algo.
—Pero… —respondió la chica.
—¡Venga!, no te quedes ahí mirando, vamos, y pregúntale. —Luis gesticulaba con la mano, como si empujara a Blanca.
La chica se levantó confusa y fue hacia la máquina de bebidas, introdujo unas monedas y pulsó el botón de café solo. Mientras se reconstituía el infusionado, miró de nuevo a sus compañeros.
—Y… ¿qué le pregunto?
—Pues no sé, chica, que quién es, por ejemplo.
—Pero si ha dicho que es el presidente.
—Yo creo que se ha equivocado de planta, tal vez sea el presidente de la aseguradora del piso de arriba —dijo Ángel.
—Pero, parecía muy seguro de dónde estaba.
—Yo jamás he visto a ese tipo antes —repitió de nuevo uno de ellos.
Blanca se dirigió con el café en la mano y una confusión notable en su cabeza hacia la sala donde se encontraba aquel extraño. Los compañeros se acercaron a la puerta de dicha sala con disimulo y gran curiosidad.
—Gracias…, perdón, pero olvidé su nombre… —dijo el tipo.
—Blanca, señor.
—Blaaaanca, disculpe, tengo tantas cosas en la cabeza que un día olvidaré hasta el mío —rio mientras cogía la taza de café.
—Y… ¿cuál es?
—¿Cómo dice?
—Su nombre, que cuál es su nombre, señor…
El hombre dejó la taza de café en la mesa y le lanzó una mirada intensa (aunque a Blanca le dio la sensación de que esa era una mirada perdida), la chica entonces comprendió que no había hecho la pregunta adecuada.
—Dígale a sus compañeros que nos reuniremos en diez minutos, los quiero a todos aquí, con los informes listos, esos que les mandé elaborar hace una semana. —Cogió de nuevo la taza de café y le dio un sorbo. La chica se quedó tan embobada que no se movía.
—¡Vaaaamos! Parece que hubiese visto usted a un fantasma, caramba.
Blanca salió de la sala de reuniones y les comunicó a sus compañeros lo ordenado.
—Pero ¿qué informes? —dijo Luis, exaltado.
—¿La semana pasada? —preguntó otro.
—¿Quién coño es este tío?
—No lo sé, pero posee una voz tan…, tan…, no sé, carismática, que te sientes en la obligación de obedecerle. Es una sensación extraña —dijo Blanca con su mirada posada en el limbo.
—¿Voz carismática? —dijo riendo Ángel—, a mí me parece una voz como otra cualquiera.
—A ver, pasaremos, pero los informes… —dijo otro de ellos.
—¿No tenemos a mano el organigrama de la empresa? —preguntó Luis, cayendo de repente.
—Yo no he visto eso en mi vida —dijo Blanca encogiéndose de hombros.
—¿Cómo podemos averiguar quién es?
—Creo que se trata de una broma.
—O una confusión, no creo que nadie bromee con eso.
Todos los empleados de aquella oficina se mostraban desconfiados ante el desconocido, le habían escuchado decir que era el presidente, pero ninguno supo jamás que había un presidente, y menos que tuviera rostro y figura humana, esos cargos nunca se ven, son un nombre en un papel, como mucho una foto en la pared o en el organigrama. Tantos años llevaban haciendo lo que hacían sin preguntarse quién les ordenaba, cumplían su función como autómatas, fueron llegando uno a uno, sin saber quién fue el primero. El anterior enseñaba al recién llegado lo que había que hacer, este se ponía a hacerlo y no preguntaba jamás para quién trabajaban, a quién iba destinado el fruto de su trabajo. Cada mes su estipendio era ingresado religiosamente en cada una de sus cuentas, y no querían saber más. Sus funciones las desarrollaban con más o menos entusiasmo, con más o menos fervor, pero nunca se preguntaron para qué hacían lo que hacían, ni por qué lo hacían.
La puerta de la sala de reuniones se abrió de repente, al otro lado se encontraba aquel hombre con su mostacho y su pajarita azul, mirándolos.
—¿Van ustedes a pasar? ¿A qué están esperando? —les preguntó.
Los empleados cogieron algunos de los papeles que tenían en sus mesas, sin mirarlos siquiera, y se introdujeron en aquella sala, obedeciendo inexplicablemente al desconocido.
Después de algunas semanas, todos daban los buenos días al tipo de la pajarita azul cuando llegaba a la oficina y la atravesaba con su paso elegante que trataba de disimular esa liviana cojera, y Blanca le tenía preparado su café sin pastitas en el mostrador de la recepción o en la mesa de la sala de juntas, que aquel tipo utilizaba ya como despacho propio.
Una o dos veces por semana, si no más, llevaban a cabo reuniones en la que se decidía qué función realizaba cada uno, aunque fuera cosa que se supiera previamente y no era necesario recordarla, pero todos se sentían más útiles con ello, más «realizados», que era una palabra que este hombre introdujo en el vocabulario común y que ninguno sabía qué significaba exactamente. Pero era muy importante poseer un lenguaje, una jerga, para sentirse parte de esa organización. Todos tenían claro que había que pertenecer a algo, a algún grupo, para identificarse, para definirse, si no quién era uno, ¿un don nadie desamparado y desubicado? ¿Cómo habían podido no pertenecer a nada hasta el día de hoy?, se preguntaban.
El ambiente, en general, aunque más agobiado y tenso, gozaba de esa satisfacción inverosímil que se siente cuando se cree que se hace lo que se debe. Aunque antes también tuvieran una sensación parecida, es decir, cada uno sabía lo que debía hacer, aunque no supiera por qué, como actualmente, pero todo ello ahora gozaba de un aire más… sofisticado, al ser ordenado por un jefe, exudaba una especie de glamur nunca antes sentido.
Los empleados de aquella oficina ya hablaban en sus casas de su jefe, y en las reuniones de amigos, «tenías que ver cómo se ha puesto el jefe hoy porque no teníamos hechos los informes», o «tendré que hablar con mi jefe para ver si me autoriza el día libre, no es seguro», o «uf, tengo un montón de trabajo, no podemos vernos, mi jefe me tiene explotado, pero creo que es porque confía en mí». Y todo eso lo contaban con ese envanecimiento que, aunque estúpido, resultaba muy comprensible e integrador, pues uno se sentía parte de ese sistema y no excluido de él, ya que los familiares y los amigos les respondían con frases muy similares, «jo, pues mi jefe sí que es un cretino, nos tiene asfixiados, pero es lo que hay», o «este jefe nuevo que nos han puesto es aún más duro que el anterior, pero claro ha llevado a la empresa donde la ha llevado, es comprensible», y cosas del género. Y estos respondían engolados: «Pues nuestro jefe encima es presidente». «Caramba, chico, eso sí que es suerte, ojalá estuviera yo en una empresa como la tuya», les respondían los otros. Y en todas las conversaciones se mentaba al jefe en un alarde de responsabilidad, como si, de alguna manera, tener jefe les convirtiera en personas más eficaces en su trabajo, incluso les concediese cierto estatus social que sin jefe no poseían.
Ahora ya sus funciones albergaban un sentido que no contenían antes, todo lo que hacían era porque el jefe se lo había ordenado. Antes de la llegada de aquel tipo de la pajarita azul y el bigote poblado todo carecía de motivo, de finalidad, se perdía en una amalgama de funciones indefinidas e inanes. Entonces comprendieron por sí solos que aquel tipo que un día llegó de repente a la oficina diciendo ser el presidente, era absolutamente necesario, y se hizo imprescindible.
«Buenos días», «¿cómo está usted hoy?», «se le ve muy bien», «¿la familia?», le decían a aquel tipo a su llegada cada mañana, repertorio que ya se convirtió en una repetición íntima, familiar. Pero aquel hombre nunca respondía, tan solo daba los buenos días y se introducía en la sala de reuniones. Todos observaban su transitar atravesando la oficina con una sonrisa dibujada en sus rostros, mirando a aquel individuo que ya casi representaba a su segundo padre, al cabeza de familia, a ese que, aunque te dé un capón, siempre es con cariño, siempre es por tu bien.
Pero Luis no estaba muy de acuerdo con todo eso, e intentaba movilizar a sus compañeros para exigir mejoras en sus condiciones laborales, en sus retribuciones, en sus descansos, pero los demás no apreciaban esas carencias que su compañero reivindicaba, o, de modo incomprensible, si las apreciaban, no confiaban tanto en la palabra de Luis, al que conocían desde hace años, tanto como en la palabra de aquel hombre que acababan de conocer, y continuaban conformes con su labor, satisfechos y orgullosos de tener un trabajo y un jefe como aquel, pues estaba el mercado laboral como para quejarse. Y entonces repetían una y otra vez un repertorio de frases manidas que escuchaban a otros en diversos lugares y que, de algún modo, hacían suyas: «Siempre hay gente peor que nosotros», o «nosotros al menos tenemos un sueldo medio decente, aunque trabajemos casi todo el día», o «al menos tenemos los fines de semana libres, para ver a nuestras familias y amigos, no nos podemos quejar», y todo eso le decían a Luis, que se envenenaba al escucharles hablar sumidos en esa resignación estática, en ese estado moribundo.
—Luis, mira, el jefe nos ha dado unas entradas para el partido de este fin de semana, ¿vienes? —le dijo Ángel, emocionado.
—¿Partido? ¿Entradas regaladas? ¿A cambio de qué?
—Vamos, Luis, no estés siempre igual, todo el día amargado, hay que disfrutar un poco de la vida. Además, ¿qué jefe que conozcas tú regala entradas a sus empleados? —Ángel parecía entusiasmado—. Ah, hemos pensado en poner dinero para comprarle una corbata por Navidad.
—¿A quién?
—A quién va a ser.
*
La Navidad pasó y el jefe recibió una corbata roja de regalo por parte de todos los empleados, menos de Luis, aunque aquel hombre continuó acudiendo a la oficina todas las mañanas con su pajarita de color azul.
Pero un buen día aquel tipo extraño, que ya era entrañable y querido por casi todos, no acudió a aquel gabinete, y todos se miraron extrañados y preocupados. Echaban de menos ese caminar elegante que disimulaba una leve cojera, ese bigote poblado, esa pajarita azul.
Y aquella ausencia se prolongó en el tiempo, y el presidente no vino más. Todos los empleados se sintieron de algún modo huérfanos. Unos por no tener quien les ordenase, Luis por no tener a quien reivindicar sus quejas. Inexplicablemente se fue perdiendo aquel sentido que había tomado el trabajo y empezaron a tener dudas sobre lo que hacían y a confundir y olvidar poco a poco sus funciones propias, porque no había reuniones para recordarlas. En los encuentros con los amigos y familiares, ya no hablaban de trabajo, o intentaban evitar esas conversaciones, ya que sentían que trabajar para una empresa sin jefe era algo mediocre, marginal, casi peor que estar desempleado.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Blanca al grupo de compañeros.
Todos se miraron entre ellos para ver quién daba la respuesta, y tan solo uno dijo:
—Qué más da, era el presidente.
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