Argelès-sur-Mer

Era febrero. El viento lo helaba todo. Solo cada hombre, entre una multitud que formaba un nuevo accidente geográfico entre el rebalaje y las alambradas. Se creó una inmensa masa informe de cuerpos, lodo, esqueletos de equinos y porquería. Al quinto día llovió a mares. Sin barracas ni tiendas de ningún tipo, sin comida, sin... Leer más La entrada Argelès-sur-Mer aparece primero en Zenda.

Apr 26, 2025 - 00:04
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Argelès-sur-Mer

Mierda. Mucha mierda. Tanta como para colmatar el mar. Cientos de miles de hombres defecando en el Mediterráneo. Se habían retirado a través de pasos fronterizos como los de Cerbère o Le Perthus. Agotados, rendidos física y emocionalmente, los porrazos de los senegaleses los habían conducido a un inmenso cercado. Ganado moribundo, carnes famélicas y hediondas.

Era febrero. El viento lo helaba todo. Solo cada hombre, entre una multitud que formaba un nuevo accidente geográfico entre el rebalaje y las alambradas. Se creó una inmensa masa informe de cuerpos, lodo, esqueletos de equinos y porquería. Al quinto día llovió a mares. Sin barracas ni tiendas de ningún tipo, sin comida, sin agua potable.

Hacían boquetes en la arena para intentar quitarle la sal al agua marina. Acababan bebiendo sus propias heces. Disentería. Los hombres iban al mar a hacer sus necesidades: bajo la lluvia, exhaustos, enfermos, no sabían volver y quedaban sobre el fango, abandonados, como fardos informes.

"Mi abuelo estuvo allí. Otros llegaron a lugares similares. Un purgatorio, o algo mucho peor: Saint-Cyprien, Barcarès..."

Los que aún tenían fuerzas cavaban hoyos y se metían en ellos, intentando guarecerse con una manta o bajo cualquier trozo de tela sostenido débilmente por cuatro cañas. Se empapaban hasta el alma. Enfermaban. Morían. Cada mañana cerraban los ojos de los muertos y se ponían sus ropas para aguantar el terrible frío. Mi abuelo estuvo allí. Otros llegaron a lugares similares. Un purgatorio, o algo mucho peor: Saint-Cyprien, Barcarès…

Lo contó Gabriel Trillas Blázquez, y así puedo imaginar vagamente lo que sufrió mi abuelo. Una mañana llegó un camión al campo del horror. Arrojaron panes como quien tira basura a los puercos, por encima de la alambrada, mientras la masa se retorcía y luchaba por sobrevivir. Eulalio Ferrer encuentra allí a su padre: “No me dejes, porque aquí come el más fuerte y llevo tres días sin comer. Nos tiran el pan a voleo y el más fuerte es el que se lo lleva”, le dice.

Eulalio, socialista, fue el capitán más joven del ejército de la República. Había llegado unos días antes a Banyuls-sur-Mer. Allí se encontró, sentado en una plaza, a don Antonio Machado. “Era un hombre deseando la muerte. Su madre, acurrucada en sus brazos. Él, con su sombrero caído, la barba crecida. Estaban tiritando. Hacía frío, pero no tanto como para tiritar a esa hora. Entonces yo, impulsivamente, le di mi capote”. Apenas diez días después de aquello, el 22 de febrero de 1939, moría Machado en la cercana Collioure. Poco después lo hacía su madre.

"Ese mismo mes de febrero, Francia reconocía a Franco y dejaba a aquellos hombres en el limbo"

Isidro Fabela, diplomático mexicano enviado por Lázaro Cárdenas, vio así a los refugiados: “No se han bañado desde hace semanas, la ropa que los cubre es la misma con la que venían combatiendo, quizás desde hace meses. Llevan las barbas crecidas, el pelo en desorden, las ropas rotas, las camisas en pedazos y negras de mugre, los zapatos o las alpargatas deshechos y el aspecto general miserable, pues buen número de ellos tienen sarna, tuberculosis, piojos, granos…”.

Desde la derrota del Ebro, cerca de medio millón de españoles habían huido a Francia. Daladier, socialista al frente del gobierno, no evitó que los republicanos fueran considerados “indeseables”. Importaba más apaciguar a Hitler y evitar una nueva guerra en Europa. Ese mismo mes de febrero, Francia reconocía a Franco y dejaba a aquellos hombres en el limbo.

"Mi abuelo, desesperado, se puso un día en la cola para partir a América. Se arrepintió cuando le iba a llegar el turno"

Las mujeres, los ancianos y los niños recibieron un trato algo mejor. A mi abuela, embarazada y separada de su marido al cruzar la frontera, la alojaron en un pueblecito con otras mujeres en situación parecida. La Cruz Roja y los cuáqueros intentaban recomponer las familias desmembradas y llevaban algo de ayuda a los campos, donde los españoles acabaron levantando barracas y organizando hasta un periódico y actividades culturales.

El gobierno mexicano reclutaba a los más preparados y los salvaba de aquello. Fue el caso de Eulalio, que se dedicaría a la publicidad en el país azteca. Gabriel Trillas acabó trabajando de periodista en Colombia. Mi abuelo, desesperado, se puso un día en la cola para partir a América. Se arrepintió cuando le iba a llegar el turno. Tiempo después recibió una carta de su mujer a través de la Cruz Roja. Volvería a Málaga tras cruzar la frontera y pasar por una cárcel franquista.

Durante la primavera y el verano de 1939 llegaron a los campos agentes franquistas que invitaban a los refugiados a regresar. Casi dos tercios volvieron. Los que no lo hicieron se encontraron con una nueva guerra: más de 8.000 acabaron en centros de exterminio como el de Mauthausen. Allí descubrieron que el infierno tenía grados y que les tocaba conocer el peor de los posibles.

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