Antiboy, de Valentijn Hoogenkamp
Antiboy, un ensayo autobiográfico poético y refinado sobre la adopción de una identidad nueva y más verdadera, es conmovedor sin ser nunca sentimental. Valentijn encuentra una nueva profundidad emocional y complejidad en sus relaciones personales, brindando a los lectores una experiencia de lectura rica y empática. Antiboy va más allá del propio viaje del autor... Leer más La entrada Antiboy, de Valentijn Hoogenkamp aparece primero en Zenda.

Antiboy, un ensayo autobiográfico poético y refinado sobre la adopción de una identidad nueva y más verdadera, es conmovedor sin ser nunca sentimental. Valentijn encuentra una nueva profundidad emocional y complejidad en sus relaciones personales, brindando a los lectores una experiencia de lectura rica y empática. Antiboy va más allá del propio viaje del autor y se convierte en una exploración matizada de las conexiones humanas en medio de la transformación.
Zenda adelanta un extracto de Antiboy, un libro de Valentijn Hoogenkamp (Bunker Books).
***
Provengo de una larga estirpe de embusteros. Mi bisabuela mintió al declarar que no era judía cuando en 1939 se mudó desde Paramaribo a Zaandam. Mi abuela engañó al hombre con el que se había casado en Aruba cuando se fue diciéndole que volvería, pero huyó a Holanda con su bebé, dejando atrás a su otro retoño, una niña de cuatro años que más tarde se convertiría en mi madre. Mi padre me mintió la vez que le pregunté si mamá y él se amaban contestándome que no, que ellos dos eran más bien camaradas; sin embargo, sé que no era cierto, pues no puedo evitar ver su vida como un gran esfuerzo por conquistar a mi madre. O mi hermana Toni, que aseguraba que, a diferencia de mí, ella no era capaz de sentir emociones.
—Me he despertado —balbucí.
Tenía la garganta dolorida, me habían introducido un tubo por la boca y había respirado con ayuda de una máquina. ¿Cuándo fue eso? Esta mañana.
—Me han robado a mi bebé —lloraba la mujer.
—Tranquila —la calmó una voz profesional.
Me he despertado (he vuelto a nacer). Me han prometido un polo, pero se me han quitado las ganas con los gritos de la mujer. Su pánico se filtra a través de la cortina y mi sangre no debería acabar en un frasco, sino permanecer en mi cuerpo. Lo que más deseo ahora es irme de aquí. El buenazo de Pier está repantingado en una silla, cuando abro los ojos me dedica una de sus sonrisas. Es increíble lo bien que sonríe. Mientras dormía, Charlotte me ha pintado una tarjeta con un set de acuarelas portátil. Me cuenta que estuvo a punto de acabar siendo enfermera en lugar de artista y me ayuda a beber de un vaso de plástico. Quiero darles las gracias, pero solo consigo sacar pompas de saliva.
En cuanto me ponen otra inyección de morfina me vengo arriba.
—Si estalla la revolución creo que deberíamos poder recurrir a la violencia —digo—. Pier es un pacifista, pero eso no puede ser, porque entonces otros tendrían que hacerle el trabajo sucio.
—La violencia solo engendra más violencia, es ridículo matar a seres humanos —replica Pier.
Charlotte sacude la cabeza. Le parece increíble que estemos manteniendo esta conversación.
Cuando Pier se levanta y se dispone a salir al pasillo para hacer una llamada, entra un médico para realizar el primer chequeo.
Alguien me pregunta si me parece bien ver las heridas por primera vez. Son las suaves manos de Charlotte las que siento en la espalda cuando me incorporo, son sus dedos los que abren la cremallera del chaleco de compresión con ayuda del médico. La cremallera ha dejado una profunda marca en mi piel, flanqueada por dos tiras de gasa reseca allí donde estaban mis pechos.
¡Qué extraño lugar para que te rajen!
Una vez que se ha ido el médico, pido que me acerquen la hortensia morada que está en un jarrón sobre la cómoda. Una amiga me la ha dejado y quiero apretarla con ambas manos contra mi pecho plano. Sobre olas de morfina, me precipito aguas abajo en una canoa, mi cuerpo amortajado, camino de una tumba acuática.
Cuando los dos se marchan, me entran ganas de llorar. Pier debe actuar en un programa de entrevistas y Charlotte se va a una boda en Almere. Y yo me quedo sudando bajo la manta de borreguillo con la certeza de que los he perdido para siempre.
Mi hermana me dijo que debía quedarme el mayor tiempo posible en el hospital, porque aquí tienen los mejores medicamentos y solo me darán el alta cuando pueda orinar de forma autónoma. Llamo para que me ayuden a desplazarme hasta el baño. Aunque Judith, la enfermera, está a mi lado mientras me incorporo, no alcanza a sostenerme cuando balanceo las piernas por encima del borde de la cama con demasiado ímpetu, por lo que me caigo golpeándome contra una silla. Los frascos de drenaje de las heridas se sueltan y manchan de rojo el piso de linóleo. Un pitido blanco me llena la cabeza y relampaguea detrás de mis ojos.
—Allí queda un poco más —le susurro a Judith trapo en mano. No quiero dormir con sangre a mi alrededor.
Cuando me despierto en la oscuridad veo a un enfermero flamenco junto a mi cama. Ha venido a comprobar la cantidad de fluido que mana de las heridas y no comprende por qué uno de los recipientes está vacío y no lleva pegatinas. Aunque creo estar formulando frases coherentes sobre la caída, él ya ha sacado sus propias conclusiones.
—¡Ay, nuestra Judith! —exclama suspirando mientras pega adhesivos sobre mis frascos.
Intento convertir la oscuridad en mi aliada. En la cama de al lado, veo que se enciende la pantalla de un móvil y después de un breve titubeo cojo mi teléfono y me pongo los auriculares. En el pasillo deambula un hombre que llora, tiene Alzheimer y no entiende por qué debe estar en ayunas. Las enfermeras le permiten que se quede con ellas en el cuarto iluminado. Los auriculares de plástico duro se me caen continuamente de las orejas. Intento teclear el nombre del programa de entrevistas en el que participa Pier, pero se me han hinchado los dedos y las palabras… se tambalean y ¿quién me manda un corazón? Casi consigo responder con otro corazón, pero tengo los dedos… demasiado… no… Pier me manda un mensaje… no…
Es un video de Humberto Tan, filmado con el móvil de Pier, es Humberto quien me manda sus mejores deseos.
En los ojos de Humberto leo que Pier le cae bien y que le gusta hacer esto por él, así que la entrevista debe de haber salido bien. Tras el mensaje de vídeo llega el silencio y la negrura. La oscuridad es un túnel en el que llamo a mi madre, pero ella se aleja sobre su moto azul. Poco antes de morir, mamá suplicó ver a su madre; entonces, fueron a buscar a la abuela en su silla de ruedas.
—Mamá —sollozó mi madre.
Entre lágrimas, la abuela le dijo:
—Debería ser yo la primera en irse.
—¿Por qué vas en silla de ruedas? —preguntó mamá asombrada, borrando los años.
*
Mientras yazgo inmóvil en una cama de hospital en esta larga noche, la echo de menos, a ella y a los amigos con los que ya no hablo. La manta se desliza sola hacia mis tobillos. Por favor, que me suban la morfina. Mi madre se encuentra en algún lugar de la penumbra y cuando voy tras ella, el agua me llega a la cintura.
El agua tira de mi camiseta que se hincha como una nube. Ondas danzantes, el hedor de la acequia de aguas quietas al sol cubiertas por un enjambre de moscas diminutas. Mis botas se han llenado y se han hundido en el lodo. Me tapo la nariz y me dejo caer de rodillas. Debajo del agua reina el silencio, no se oyen los pitidos del gotero. Un zumbido verdoso me presiona los tímpanos. Aprieto los labios, cierro los párpados. Tengo siete años y algo malo le pasa a mi cara. Sé que nunca tendré otros huesos ni tampoco puedo arrancarme la piel, así que he decidido ahogarme en la acequia detrás del patio de la escuela. Unas burbujas se me escapan de la nariz y se cuelan entre mis cejas.
Abre la boca.
… No.
Sin aliento tomo impulso y me hundo más en el lecho fangoso mientras agito los brazos, en mis oídos un pitido. Cuando tomo aire, trago agua asquerosa y salobre, pero la superficie se rompe. Entre los dientes noto crujir la arena, me dan arcadas y vomito agua marrón sobre mi camiseta.
Odio morirme. Es jodidamente doloroso. Odio a mis padres que están trabajando a kilómetros de aquí y a mis compañeros de clase que no quieren jugar conmigo. Odio mis brazos y mis piernas y mi barbilla sin hoyuelo. Aquí, el agua no es profunda y aun así me llega hasta los pezones. La acequia brilla aceitosa bajo el sol. Golpeo las manchas de petróleo con las manos, cada vez más fuerte. Cerca del Showboat, un club de alterne flotante que está amarrado un poco más lejos, sale del coche un hombre que ni siquiera mira en mi dirección. En la carretera que discurre paralela a la acequia, los vehículos pasan a toda velocidad, al otro lado se extienden los prados y detrás de estos el cielo. El viento que sopla a ras de suelo acaricia el agua y yo tirito en mi camiseta mojada. Creo que es en este instante que comprendo que puedes colarte por una rendija y desaparecer. No porque nadie te quiera, sino porque nadie sabe dónde estás.
Mientras camino, percibo el chapoteo de mis calcetines sobre las baldosas. Mis botas se han quedado atrás en el lodo. De todas formas eran botas de vieja, mi madre tiene mal gusto. Soy cobarde, pienso, ¡qué cobarde soy! El patio de la escuela palpita. Sin entablar contacto visual avanzo entre los niños que juegan, paso delante del chasquido de una cuerda de saltar y con los ojos empañados pienso que podría haberme puesto en la cola para saltar a la comba con las niñas.
Siempre me miran así. Todos pueden verme en el pasillo del autocar escolar con la mochila apretada entre los brazos. Saben por qué me dejan sentarme en la parte delantera, al lado de la señorita, pese a que nunca me mareo. No tengo a nadie con quien ir de la mano al gimnasio, ni a nadie que me acompañe a hacer la ronda por las clases el día de mi cumpleaños.
—Eh, estás chorreando —me dice Jacqueline.
Baja la cuerda y se me acerca con las niñas. Una se apresura a ir en busca de la señorita y cuando miento diciendo que he resbalado al borde de la acequia, ellas asienten. Unas mechas de pelo embadurnado de barro se me pegan a las mejillas, tengo una melena larga igual que las de ellas. Sus hombros cubiertos por camisetas de algodón, una mano se alza para darme unas palmaditas en la espalda como si me hubiese atragantado. Puedo hacerlo. Tengo los mismos brazos y las mismas piernas que ellas, y más o menos la misma estatura. Puedo ser una de ellas.
—————————————
Autora: Valentijn Hoogenkamp. Título: Antiboy. Traducción: Catalina Ginard Féron. Editorial: Bunker Books. Venta: Todos tus libros.
La entrada Antiboy, de Valentijn Hoogenkamp aparece primero en Zenda.