Regresar a la escritura, perderse en el arte
[24 FEBRERO – 9 DE MARZO] En Anoxia te metiste en la mente de un personaje femenino, pero utilizaste la tercera persona. Aquí has optado por un narrador en primera persona. Asunción, una profesora que busca conseguir una plaza fija en la universidad. Escuchar su voz es fundamental para el avance de la historia. Creías... Leer más La entrada Regresar a la escritura, perderse en el arte aparece primero en Zenda.

[24 FEBRERO – 9 DE MARZO]
Cumples tu promesa y el lunes por la mañana regresas a la novela. Lo primero que haces es releer todo lo que llevas escrito. Ciento veinte páginas en Word y dos cuadernos llenos de anotaciones. La experiencia no puede ser más desoladora. No logras volver a entrar en la historia y te cuesta creer la voz de la narradora. Hay algo en el tono que no acaba de funcionar.
En Anoxia te metiste en la mente de un personaje femenino, pero utilizaste la tercera persona. Aquí has optado por un narrador en primera persona. Asunción, una profesora que busca conseguir una plaza fija en la universidad. Escuchar su voz es fundamental para el avance de la historia. Creías haberlo logrado, pero ahora, al regresar meses después de haber estado fuera del proyecto, te das cuenta de que la voz no suena, al menos tal y como creías que sonaba.
Por un momento, piensas que el problema es el punto de vista. Y durante dos días pruebas un narrador en tercera persona. Escribes veinte páginas, dos capítulos. Te resulta más fácil, pero tampoco te convence. No es lo que quieres hacer. Así que regresas de nuevo a la primera persona, a la voz de Asunción, y decides confiar en que se vaya afinando poco a poco, que, conforme crezca el personaje, vaya apareciendo la voz precisa.
No es la primera que sucede; el tono es lo que más te cuesta conseguir. De momento, es la trama la que está guiándolo todo, incluso la propia construcción del personaje. Así que la voz ya se afinará. Al menos, eso esperas.
En cualquier caso, en esta primera versión todo es provisional. Tal vez te cuesta creértela porque la historia está más dentro de ti que en el exterior. En realidad, estas páginas no las podría leer nadie sin perderte inmediatamente el respeto como escritor. Son apenas esbozos, párrafos a medio, notas al pie, instrucciones para completar más adelante… Por eso es tan difícil meterse en la historia, porque aunque haya palabras y frases, en realidad ese lenguaje todavía no significa por sí mismo. Las palabras que escribes aún no son capaces de traducir la verdadera historia, no están cargadas de la emoción y la verdad que habrán de tener al final. Están todavía unidas a una matriz, a un cuerpo interior; aún no están formadas, todavía no tienen vida autónoma. Todavía no son nada sin ti. Quizá por eso solo comienzan a funcionar cuando vuelves a entrar del todo en la historia, a estar tan dentro como lo estabas cuando las escribiste. Eso ocurre a finales de la semana, después de haberlo leído todo varias veces y haber vivido cinco días con la historia en la cabeza.
Así que no era el tono del narrador lo que no funcionaba, sino que no habías encontrado el modo de entrar otra vez en la historia. Este es gran el peligro de estar tanto tiempo fuera de un proyecto, que uno corre el riesgo de no saber regresar. Y cuando regresa —si lo hace—, entra con el paso cambiado. Eso sucede ahora, que incluso después de entrar sientes que debes modificar algo el rumbo que habías planteado. Imaginar nuevos capítulos, nuevas tramas, incluso cambiar el nombre de algunos personajes. Hacer algo nuevo para que el regreso no sea un volver al mismo lugar, sino una vuelta a un espacio ligeramente distinto. Introducir algo nuevo para poder continuar. Porque te es imposible continuar como si nada hubiera sucedido. Así que en vez de continuar exactamente por donde lo habías dejado, das un pequeño salto hacia delante —ya volverás después a ese lugar que no has sabido trazar—. Solo entonces, al desplazarte del sitio en que lo dejaste, la voz regresa y la historia comienza a fluir de nuevo.
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Mientras escribes, las visitas a la fisioterapeuta se suceden. Desde el pasado junio, arrastras un dolor de cadera que no llega a desaparecer. Una tendinitis glútea que ha virado a bursitis y que no te deja descansar. Ni sentado, ni de pie. Estos días, tal vez porque has estado sentado al teclado más tiempo de la cuenta, el dolor ha regresado con fuerza. Después de clavarte sus dedos como si fueran garras, Paz te dice que tienes que bajar el ritmo. Es el estrés, pero también la mala postura. Y por supuesto la falta de ejercicio. No dejes el gimnasio, te dice. Y tú no lo dejas. Pero los días que vas, el dolor se agudiza. Aunque si no vas, te duele aún más. Es un círculo vicioso: gimnasio/fisio/gimnasio/fisio. Y así pasas las semanas. También se te va medio sueldo ahí.
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Bronca de Trump a Zelensky en el despacho oval. Miedo, incertidumbre y vergüenza. La realidad está ganando a cualquier ficción política. Todo te recuerda a la película Idiocracia, que te prometes volver a ver. Estamos gobernados por idiotas, no cabe la menor duda. Lo tuiteas —sí, continúas utilizando el verbo “tuitear”—, y a los pocos minutos te llega un mensaje de Yayo: “Amigo, al final no te vas a ir a Estados Unidos.” Te quedas un rato pensando. En dos meses vas a pasar allí una pequeña temporada. Pero es cierto que está la cosa para poco viaje. Y se te están quitando las ganas.
Para retomar algo de ilusión, lees de una sentada Noches sin dormir, el diario de Elvira Lindo de su último invierno en Nueva York. Lo disfrutas como un crío —sobre todo los momentos en los que habla de su vida cotidiana con Muñoz Molina— y, rápidamente, regresan las ganas de volver a esa ciudad en la que tanto has disfrutado. Y eso que, en el diario de Elvira, Nueva York no aparece como la ciudad más acogedora del mundo. Pero aun así, la lectura del libro despierta los recuerdos y la ilusión acaba ganando a la incertidumbre.
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El viernes terminas de leer Al otro lado del miedo, la última novela de Marta Orriols y hablas de ella en tu sección de SER Murcia. Su escritura te encandila. Después de varias lecturas de compromiso, has disfrutado por fin con un libro. Marta es una de las autoras que más cerca sientes de lo que escribes. Sus personajes y su prosa te aluden: los temas, las ideas, y especialmente sus protagonistas, con las que siempre te sientes identificado. En este caso, además, aparece el mundo del arte, que te interesa como trasfondo de la historia.
Hace unos meses, en un encuentro literario en Murcia, conversasteis sobre vuestras novelas y confesaste que en las de Marta siempre encuentras correspondencias con las tuyas, como si ambas literaturas vibraran en una intensidad de onda similar. Lo comprobaste cuando, para ese encuentro, leíste Aprender a hablar con las plantas y la cercanía con Anoxia te dejó casi sin palabras. Si alguien leyese a la vez las dos novelas, diría que has copiado. Menos mal que llegaste a ella un año después de terminar la tuya. Aunque eso nadie tiene por qué saberlo.
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Otras lecturas, sin embargo, se te atragantan. Te sucede especialmente con Orbital, la novela de Samantha Harvey que este año ha ganado el Booker. Hay poesía y algunas ideas brillantes sobre la relación entre el ser humano y el universo, pero no logras entrar en la narración. No solo porque no hay trama, sino porque te resulta anodina la historia. Siete astronautas girando alrededor de la tierra desde la Estación Espacial Internacional. Ni siquiera llegas al final.
Tampoco te fascina Imposible decir adiós, la última novela de la Premio Nobel Han Kang. Aunque te atrapa al principio, a la mitad se te va de las manos. El giro onírico te saca por completo del libro. Aun así, la lectura merece la pena por una imagen que se te queda grabada: la nieve cayendo sobre los cuerpos, cubriendo los párpados de los muertos y derritiéndose al tocar la piel caliente de los vivos. Esa imagen vuelve una y otra vez a lo largo de la novela. Y en tu cabeza se instala con tal claridad que ya no se va. Eso es lo que más te interesa de Han Kang: su capacidad para crear imágenes indelebles, más que sus historias. Imágenes que acaban transmitiendo una idea del mundo. Es lo que más recuerdas, por ejemplo, de La vegetariana, que tampoco te cautivó, pero cuyas imágenes potentes sigues viendo con nitidez.
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Viajas a Madrid para visitar ARCO. Cada vez te encuentras más lejos del arte contemporáneo. Sobre todo del paisaje humano. El día dedicado a los profesionales es el que más notas que no estás en sintonía con lo que ves y escuchas. No son las obras —que más o menos puedes entender y situar en tendencias y modos de hacer que dominas—; son las personas. Sientes que no perteneces a ese mundo. En todo momento tienes la sensación de no ser ya lo suficientemente moderno. También se te nota a la legua que vienes de abajo. Tu chaqueta de C&A y tu camiseta barata te delatan. Lo único “caro” que llevas encima es la gorra Stetson, ¿cómo vas a poder comprar una de estas obras?
Aun así, apuntas en el móvil algunos nombres de artistas para volver a ellos cuando tengas tiempo. Algunos que te interesan para lo que estás escribiendo o te interesan para proyectos futuros. Aunque ARCO es una feria para comprar y no para pensar o contemplar, alguna que otra obra sí que te desafía y te conduce a lugares que no habías pensado.
Por otro lado, acabas sin ver más de la mitad de los stands. Llevas yendo más de veinte años a la feria y todavía no sabes bien cómo recorrerla. Aún no tienes claro qué es lo mejor, si subir por un lado del pasillo y bajar por el otro o ir haciendo zigzag de una galería a otra. Pruebas ambos métodos, pero siempre te encuentras a alguien o te metes en una galería que te saca por el otro pasillo y te despistas de tu itinerario, así que siempre dejas obras sin ver y, por el contrario, hay otras que ves varias veces. Igual que a la gente que te cruzas por los pasillos. Personas que no ves y otras que ves mil veces. En el primer reencuentro, las abrazas fuerte y te detienes a hablar; en el segundo, os miráis a la cara con un gesto afectuoso y quizá os decís algo bonito. A la quinta vez que te las cruzas, bajas la cabeza para que evitar que te vean.
Por la tarde, te escapas de la feria y asistes a la presentación de Crisálida, la primera novela del guionista Fernando Navarro, de quien ya leíste los cuentos Malaventura. Entrar a la librería La Buena Vida y sentarte en una esquina es como un bálsamo. Para tu espalda, que se resiente del día infinito, pero sobre todo para tu cabeza, que encuentra allí, en ese mundo de las letras, un universo más acogedor y cercano. Lo tienes claro: es aquí adonde perteneces. Lo compruebas también después, cuando tras la presentación tomas unas cervezas con Fernando y sus amigos. Te vas rápido porque tienes un cóctel en el estudio de unos arquitectos. Allí de nuevo entras en el territorio-arte. Pero esta vez no aguantas mucho. A pesar de algunos amigos cercanos. Dos copas de vino y bomba de humo. De camino al hotel, te tomas una pizza y mandas un audio a Raquel: “Me he escapado. Estoy orgulloso de mí. Las once y media y ya en hotel”. Duermes como un crío. Hoy te has portado.
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Al día siguiente sales para Málaga, donde Cristina Consuegra te ha invitado al MAF (Málaga de Festival). Llegas por la tarde y cenas con Lydia, Elia y Patricia. Te encanta la compañía y la conversación. Podrías estar escuchándolas y mirándolas durante horas. Inteligencia y sentido del humor. No se puede pedir más. Encandilado y privilegiado de estar en esa mesa. Te acuestas feliz.
El viernes tienes dos eventos en el festival. A las doce y media, charla con Noelia Bandera en la Escuela de Arte de San Telmo. A las siete, conversación con Míchelo Toro y Edu Rosa en el centro de fotografía Apertura. Te sientes cómodo conversando sobre imágenes y literatura y se te pasa el tiempo volando.
Antes de la conversación vespertina, pasas a ver el proyecto fotográfico de Edu Rosa en el contexto del MAF: Multigraph/La soledad inventada. Se inspira en la fotografía múltiple del padre de Paul Auster que aparece en la cubierta de La invención de la soledad, una imagen sobre la que el propio Auster reflexiona en su magnífico libro —el primero que leíste de él y al que sigues teniendo un cariño especial—. En la fotografía, el hombre aparece desde cinco ángulos distintos, pero sin posibilidad de encontrarse a sí mismo. Auster lo describe así: “Hay cinco imágenes de él, y sin embargo, la naturaleza de la fotografía no permite el contacto visual entre sus varios yoes. Cada uno de ellos está condenado a seguir con la vista fija en el espacio, como si lo observaran los demás, pero sin ver nada, incapaz de ver nunca nada. Es una fotografía de la muerte, el retrato de un hombre invisible.”
En la sala, Edu ha recreado un estudio de Multigraph —así se llama la técnica— y te hace uno de esos retratos múltiples. El domingo, cuando por fin puedas sentarte en casa, después del ajetreo de la semana, y poner orden en estas anotaciones que ahora esbozas en el móvil, te toparás en Instagram con esa fotografía. Entonces pensarás en el número cinco y escribirás este último párrafo. La noche mágica del viernes, en la casa de Lydia, entre mezcales, risas y confidencias, Elia te dijo que, según el eneagrama de la personalidad, eres un cinco indiscutible. “El investigador” o “El observador”. En el tren leíste algo más sobre el tema, pero no llegaste a ninguna conclusión. Ahora, al mirar esa foto múltiple, lo único que tienes claro es que, para afrontar lo que se te viene encima en las próximas dos semanas, no te vendría nada mal ser cinco personas a la vez.
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