La llamada de… John Banville

Foto de portada: Marta Calvo Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más... Leer más La entrada La llamada de… John Banville aparece primero en Zenda.

Apr 30, 2025 - 00:38
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La llamada de… John Banville

Foto de portada: Marta Calvo

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más difuso: la literatura.

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John Banville se hizo escritor el día en que su hermana le regaló un ejemplar de Dublineses. El adolescente que todavía había en él se adentró en el clásico sin saber realmente dónde se metía, pero no necesitó leer demasiados relatos para extraer una enseñanza: que no todos los libros contaban historias ambientadas en la corte del rey Arturo, en los establos de Tombstone o en los camarotes del Nautilus, habiéndolos también que transcurrían en lugares tan cotidianos como las calles de Dublín. Aquello fue una revelación: cualquiera podía ser escritor, no hacía falta recorrer mundo, bastaba con mirar alrededor con ojos distintos.

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Años después, Banville escribió su primer relato, “The Party” (“La fiesta”), protagonizado por un chico que conoce a una chica a su entender no demasiado atractiva, pero con quien pasa igualmente una noche de amor. A la mañana siguiente, el muchacho camina melancólico por la ciudad mientras reflexiona sobre el modo en que los encuentros fortuitos perfilan nuestro destino. El autor de El mar, además de identidad (nada) secreta de Benjamin Black, reconoce que aquel cuento no era bueno, puede que incluso fuera terriblemente malo, y si admite esta verdad es porque sabe que lo relevante de aquel texto no era su calidad, sino el hecho de que le hizo sentir escritor por primera vez en la vida. Banville recuerda perfectamente el momento en que puso el punto final al relato y se estremece cuando rememora lo que sintió al releerlo de nuevo: que la historia ya no le pertenecía, que se había emancipado, que había tomado su propio camino. Fue una experiencia hermosa, la más intensa que había sentido hasta ese momento, tan adictiva que se juró a sí mismo buscar la forma de vivirla de nuevo.

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Lo que nunca imaginó John Banville fue que su madre hubiera de negarse a leer no solo aquel primer cuento, sino todo lo que escribiera en adelante. Y no quiso hacerlo no por repudio a su profesión aspirada por su hijo, la de escritor, sino por un miedo atávico, cerval, anidante a que su hijo, a quien creía conocer a la perfección, fuera en verdad un desconocido. La posibilidad de encontrar a un extraño en aquellas páginas aterró a la madre hasta el extremo de irse a la tumba sin haberlas leído y, en consecuencia, se puede decir que abandonó este mundo sin saber, paradoja, quién era realmente su hijo.

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La actitud de los padres, y en especial de las madres, respecto al trabajo de su progenie ha dado, y quitado, muchos escritores al mundo. Antonio Skármeta, por ejemplo, era un chico disperso y desordenado cuyo padre, afortunadamente, le animaba a perseguir su sueño preguntándole cada noche qué había escrito ese día. Para no tener que agachar la cabeza y decir “nada”, el hijo adoptó la disciplina que, a la postre, habría de convertirle en un escritor de renombre. De igual modo, siendo todavía una niña, Carolina Sanín leyó ante sus padres un poema escrito por ella misma y, cuando al término sus progenitores rompieron en aplausos, ella decidió consagrarse al bello arte de la literatura.

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Con todo, también ha habido madres cuyo amor desmesurado ha terminado desgraciando a sus hijos. La del escritor romántico Zacharias Werner, sin ir más lejos, entró en un delirio místico que la llevó a convencerse de que ella misma era la Virgen María y de que su hijo, pues Jesucristo. En aquella misma época, uno de los vecinos y amigos de Zacharias, E. T. A. Hoffmann, encontraba a su propia madre, también loca de atar, muerta en la cama, víctima de una apoplejía. Dicen los especialistas que el rictus atroz —rostro contraído, ojos abiertos, lengua fuera— que el hijo encontró al abrir la puerta fue lo que lo convirtió en escritor. Lógicamente, de terror.

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La madre de John Banville no aplaudió a su hijo ni por exceso ni por defecto. Simplemente, no leyó sus libros, sin que esto guardara relación alguna con el amor que le profesaba. Lo que pasó es que prefería conservar el recuerdo de su pequeño correteando por los pasillos de casa, no adentrándose en las oscuras sendas del alma humana ni superponiendo asesinatos en las callejuelas igualmente oscuras del Dublín de los años 50.

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La última novela de Benjamin Black es Los ahogados (Alfaguara). También traducida al catalán como Els ofegats (Bromera).

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