La ingenuidad
A mayor abundamiento, y poco después del artículo de Montero, Arturo Pérez-Reverte comenzó su columna de XL Semanal con el incendiario título de “Las editoriales tienen muy poca vergüenza”. Por supuesto, invitaba a leer. No es que contase nada nuevo, pero sí hablaba del hecho de que las editoriales contraten famosos para que publiquen su... Leer más La entrada La ingenuidad aparece primero en Zenda.

Estas semanas he observado, con curiosidad, cierto revuelo ante artículos publicados por escritores sobre el mundo editorial. Por una parte, mi admiradísima Rosa Montero publicaba un artículo en El País en el que afirmaba que la mayoría de los autores eran “unos tipos marginales y muertos de hambre, sobre todo hambre de publicación”. Hablaba también sobre la dureza del mercado y del mundo editorial, y esto fue tomado como un ataque por parte de algunos editores. Sin embargo, ella misma desmintió en sus redes sociales tal inquina, reconociendo que el trabajo de los mismos implicaba un riesgo notable que había que apreciar y aplaudir. En realidad, creo que Rosa quería mostrar cómo el escritor era “el eslabón más desprotegido” de la cadena, y esto no es culpa de las editoriales ni de los profesionales que trabajan en ella, sino de la estructura del mercado, que está lógicamente monetizado y que en ocasiones deja poco margen para el riesgo creativo. La dureza del oficio de los escritores la saben bien los que fracasan: aquellos que ya llevan diez o veinte obras publicadas, con modestísima recepción, e intuyen que nunca darán el pelotazo y que mucho menos podrán vivir de escribir. Y por fracaso me refiero a esa expectativa propia e individual, no a la realización personal y a toda la ética del bienestar, que es muy mindhelpful pero no paga la hipoteca. La crudeza del oficio también la conocen los que triunfan: no es nada fácil estar ahí y, además, mantenerse.
A mayor abundamiento, y poco después del artículo de Montero, Arturo Pérez-Reverte comenzó su columna de XL Semanal con el incendiario título de “Las editoriales tienen muy poca vergüenza”. Por supuesto, invitaba a leer. No es que contase nada nuevo, pero sí hablaba del hecho de que las editoriales contraten famosos para que publiquen su amor de verano, sus recetas de cocina o su novela soñada, cuando nunca han escrito ni soñado nada en forma de oraciones con sujeto, verbo y predicado. Qué quieren que les diga, a mí no me parece mal. De hecho, el publicar a estos autores, si el negocio funciona, puede posibilitar que la editorial haga caja suficiente como para publicar después a otro tipo de escritor. ¿O acaso los libros de autoayuda de algunas editoriales, con abultados beneficios, no son los que facilitan la publicación de otros manuscritos de ficción? Puede ocurrir, también, que entre esos rostros populares aparezca una pluma valiente y carismática. Voilà, sorpresa. La idea me parece maravillosa. No olvidemos el riesgo del editor, que puede caer en el fracaso más absoluto tras pagar un adelanto sonrojante. La cosa cambia cuando —tal y como apunta Reverte, creo que con razón— se acude a los llamados negros literarios, que son los que al final escriben el cuento. Este servicio de escritura personalizado encubierto sí me cabrea de forma notable. No cuesta nada, cuando se carece de habilidad narrativa, incluir a ese escritor oculto en los créditos. Si se hace bien, funciona: lean por ejemplo Open, de André Agassi; se lo escribió el premio Pulitzer J. R. Moehringer y es una delicia. Lo publicó Duomo Ediciones y se reimprimió durante mucho tiempo desde su publicación en castellano en 2014.
En definitiva, y polémicas y matizaciones aparte —no todo es negro o blanco, hay grises—, es el mercado el que nos engulle a todos: la necesidad de optimizar, de ofrecer resultados, de contabilizar cada movimiento. También los escritores sucumbimos a las artimañas, casi siempre equivocadas, para lograr estar ahí: la temática de las obras varía según modas y peticiones de mercado; la longitud de los capítulos se adapta a los nuevos gustos de los lectores, acostumbrados a la inmediatez, a la velocidad y a los giros constantes. El oficio va cambiando con los tiempos, las promociones nos convierten en viajeros constantes y no solo debemos escribir bien y con contenido, sino que tenemos que saber vender. Tengo la sensación de que muchos creen que los editores y los escritores no pagan facturas y viven en una casita estilo British con vistas al mar o a un bucólico jardín centenario; como si sus decisiones comerciales las tomasen junto a una taza de café caliente y frente a ese paisaje inspirador. La realidad es que el mercado —no solo el literario— es una jungla dura para todos y que, aunque nos empeñemos en buscar culpables, cada cual se mantiene en equilibrio, procurando no romperse por el camino y sin vivir en ese mundo ideal y bohemio que creíamos. Si lo pienso, me da hasta ternura tanta ingenuidad.
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