Miserias y grandezas del primer escritor pop
Las novelas de Charles Dickens, como todas las grandes obras, hablan íntimamente de nosotros. Ahí reside su grandeza. La entrada Miserias y grandezas del primer escritor pop se publicó primero en Ethic.

En junio de 1865, Charles Dickens viajaba de regreso a Londres cuando su tren descarriló cerca de Staplehurst. Los primeros siete vagones cayeron por un puente que estaba siendo reparado, pero el suyo quedó colgando, equilibrado a duras penas sobre el vacío. Entre hierros hechos trizas y gritos de auténtico pánico, Dickens asistió a los heridos durante horas. Solo cuando todo estuvo bajo control, volvió a su vagón para rescatar el manuscrito de la novela que estaba terminando de escribir en ese momento: Nuestro común amigo. Esta escena, en la que podemos ver la infinita obsesión que el inglés tenía por la literatura, refleja con precisión la psique de un hombre que convirtió el sufrimiento —y la esperanza, porque en todo sufrimiento la hay o, al menos, así debería ser— en el eje de su obra.
Charles Dickens nació en Portsmouth en 1812, aunque su historia se forjó en Londres, una ciudad que funcionó como el verdadero escenario de su literatura y de su propia vida. La pobreza golpeó temprano su infancia: su padre, John Dickens, un hombre bueno —o eso se dice, igual que ocurre con todos los muertos— aunque irresponsable con el dinero, fue encarcelado en la prisión de deudores de Marshalsea cuando Charles tenía solo doce años. Mientras su familia se desmoronaba, el joven Dickens fue enviado a trabajar en una fábrica de betún, donde pasó meses pegando etiquetas en frascos. Esta experiencia le inculcó una aversión feroz y profunda hacia las injusticias sociales, pero también le dio un acceso privilegiado al mundo de los desheredados, cuyos rostros, gestos y miserias poblarían sus novelas con una precisión casi documental.
Dickens, como todos los grandes autores, fue un escritor de contrastes. Podía ser un feroz crítico del sistema y, al mismo tiempo, un moralista esperanzado que confiaba en la redención individual. Su obra pendula entre el hiperrealismo de sus descripciones y el simbolismo de sus personajes, quienes suelen encarnar fuerzas sociales más que ser individuos complejos en sí mismos. Así, el avaro Scrooge en Cuento de Navidad, el sufrido Oliver Twist o el ambicioso Pip de Grandes esperanzas son mucho más que personajes envidiablemente bien escritos, puesto que, en realidad, son manifestaciones de dilemas morales y sociales universales. Pero el gran personaje de Dickens siempre fue Londres, una ciudad que, en su pluma, no es una ciudad, es un ser palpitante, una urbe febril que respira a través de sus calles y cloacas, donde la aristocracia y la indigencia conviven en una relación parasitaria.
El gran personaje de Dickens siempre fue Londres
Su estilo narrativo, marcado por la exageración casi grotesca de ciertos personajes y una capacidad sin igual para la emotividad y, a su vez, la descripción exhaustiva, fue clave en la construcción de su enorme figura literaria. Dickens fue, en muchos sentidos, el primer escritor pop: serializó sus novelas en entregas, convirtiendo a sus lectores en adictos a sus historias. Su público era amplio, desde la burguesía ilustrada hasta los obreros que compartían los mismos sufrimientos que sus personajes. Su inestimable intuición para retratar la condición humana con una mezcla de patetismo y humor le otorgaron una influencia que trascendió lo literario: su obra moldeó la percepción de la sociedad victoriana sobre sí misma.
A pesar de su imagen pública de filántropo y defensor de los desfavorecidos, Dickens era un hombre atormentado, con una vida personal plagada de contradicciones. Su matrimonio con Catherine Hogarth se desmoronó tras veinte años y diez hijos, y su relación con la joven actriz Ellen Ternan, que intentó mantener en secreto, reveló una faceta más oscura de su personalidad, la de un hombre incapaz de encontrar en la vida la armonía que creaba en su literatura. Su necesidad compulsiva de trabajar sin descanso lo llevó a un agotamiento extremo. En 1868, durante una gira de lecturas en la que interpretaba la escena de Bill Sikes asesinando a Nancy de Oliver Twist, su actuación fue tan intensa que se desplomó en el escenario, extenuado. Era como si, poco a poco, Dickens estuviera consumiéndose en sus propias ficciones.
Murió en 1870, dejando inconclusa su última novela
Cuando Dickens murió en 1870, dejó inconclusa su última novela, El misterio de Edwin Drood, como si los mecanismos del propio destino se hubieran negado a concederle un cierre definitivo a su vida. Su epitafio en la abadía de Westminster lo define como «un simpatizante con los pobres, los sufrientes y los oprimidos», pero su legado va mucho más allá. No solo reformó la novela moderna, también creó un universo en el que la compasión y la denuncia social conviven con una mirada aguda sobre la naturaleza humana. Dickens, a través de su obra, nos dejó con una cuestión absolutamente ineludible: ¿somos Scrooge antes o después de su redención? ¿Pip antes o después de su fortuna? Su literatura sigue interpelándonos porque su mundo, con sus abismos de desigualdad y sus briznas de esperanza, sigue siendo el nuestro. Y eso es siempre lo que define a los más grandes: hablar de nosotros, a pesar de los mares de tiempo que nos distancien de ellos.
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