Marte y las musas

Pasando junto a un banco en el que estaban sentadas dos viejas señoras he oído decir a una de ellas: “Has de pensar que todo esto es también cosa de la Providencia.” Luego en el café. Uno penetra en la luz, en la música, en el tintineo de los vasos como si penetrara en fiestas... Leer más La entrada Marte y las musas aparece primero en Zenda.

Mar 7, 2025 - 07:31
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Marte y las musas

Jünger inicia su primer diario, “Jardines y carreteras”, cuando está apenas a unos meses de encaminarse hacia la guerra. Alejado de todo en el pueblo de Kirchhorst, en la Baja Sajonia, se entretiene escribiendo, “por primera vez en la casa nueva”, las últimas páginas de La reina de las serpientes, que en un par de semanas recibirá su título definitivo, En los acantilados de mármol. Ese librito es “un capriccio”, que pide a Jünger frases cortas, cortadas en el borde mismo a partir del cual las palabras empiezan a perder su fuerza; frases que conforman —también ellas— un pavoroso acantilado. “Unidad de belleza, altura y peligro que tengo en la mente”: he aquí la razón de ese título nuevo que prefiere asomar a un vacío tallado (unos acantilados de Rodin) antes que a la seguridad un tanto peligrosa del suelo inmediato (las serpientes de una reina incógnita). Jünger escribió en la casa nueva, forjando cada una de las frases de su libro como si se tratara de los versos de un poema. Los dispuso en vertical y levantó un acantilado desde el que se divisaba un mundo todavía por aparecer, con la figura del Gran Guardabosques como genio tutelar en el tiempo de las opresiones. Se estaba muy bien, en aquella casita retirada. Había árboles en flor por todas partes y uno se sentía en paz con la raza de los hombres, al ver a los campesinos arando una tierra humeante bajo la alborada. La raza de los hombres. ¿Qué litigios llamaban a la puerta de esa raza? “Litigios una y otra vez acumulados, y lo único que por fin puede rematar el trabajo es el Fuego.” Una tarde, con prisas, Jünger sale a comprar alcanfor para sus colecciones. Las prisas obedecen a un motivo inquietante: “A las nueve de la mañana, cuando me hallaba muy cómodo en mi lecho estudiando a Heráclito, me ha subido Louise la orden de movilización; dice que el 30 de agosto he de presentarme en Celle. La he recibido sin mucha sorpresa, pues la imagen de la guerra iba perfilándose con rasgos cada vez más netos a cada mes que pasaba, a cada semana que transcurría.” El 30 de agosto: quedan apenas cuatro días… ¿Cómo puede prepararse alguien para una cosa así? Sabemos cómo se preparó Jünger, por lo menos… y hay algo que no deja de ser curioso, dicho sea de paso, en alguien que está a punto de partir hacia una guerra —Jünger ya estuvo en otra, también perdida—, y, tras hablar del fuego como de una necesidad, la primera tarea que lleva a cabo tras enterarse de su movilización es salir a la tienda a toda prisa para comprar un preservador. Congelar las obras del tiempo, parece pensar, antes de que el mundo se arroje de cabeza por ese terrible acantilado que una novelita escrita por capricho descubrió a sus pies.

Pasando junto a un banco en el que estaban sentadas dos viejas señoras he oído decir a una de ellas: “Has de pensar que todo esto es también cosa de la Providencia.”

Luego en el café. Uno penetra en la luz, en la música, en el tintineo de los vasos como si penetrara en fiestas secretas y en cuevas de duendes. A ello se agregan luego, una vez más, las voces de la radio, que anuncian bombardeos y lanzan amenazas contra los seres humanos.

Sé que no es lo mismo, pero cualquiera que se haya visto arrancado de su vida cotidiana para encontrarse súbitamente ante un lugar de incertidumbre —y nos basta la muerte de un ser querido para eso— ya se encuentra en condiciones de saber lo que siente un hombre arrebatado de su casa y revestido de uniforme. Todo cuanto antes concernía a la seguridad y a la rutina de la vida cotidiana constituye ahora el recuerdo de una maravillosa Edad de Oro, el tiempo en que los hombres se entendían con los duendes, que en los barrizales del campo de batalla equivalen a los dioses. Los hombres, de hecho, dejan de ser simplemente hombres, un sustantivo económico, para convertirse en “seres humanos”. Las voces de la radio son entidades incorpóreas: hacen las veces de los gritos que escuchaban siglos atrás en el oído las mujeres golpeadas por Apolo o las poseídas de Loudun, aquellas destinadas a arder en una estaca. ¿El fuego siempre ha de terminar el trabajo iniciado por tantas horribles cosas en litigio? Una modesta tecnología medieval —el palo levantado en una plaza, la yesca iluminada por la antorcha— tiene un extraño parangón en las máquinas domésticas del siglo XX: la radio, por ejemplo, como altavoz de la locura. Por eso Jünger se permite decir algo elemental que hoy todo el mundo ha olvidado: “Dentro del ser humano es donde es menester que se desarrolle un nuevo fruto, no en los sistemas.”

Y entonces, de la nada, en una barraca reforzada de fajina y techo de cañas, “que desprende un agradable olor a madera recién cortada” —materiales que resultan “muy gratos de ver” después de tanto tiempo “contemplando el hormigón del fortín”—, cae sobre nosotros un párrafo que, escrito entre las lluvias y las brumas de un campo de batalla en Alemania, parece un meteorito salpicado con los restos orgánicos de la historia universal de otro planeta:

Lo que yo espero de la egiptología es sobre todo que aclare el paso de las imágenes a las letras: ahí es donde está el eje de la diferencia entre el viejo y el nuevo mundo. Si Heródoto es en esto la fuente de máximo rango es porque en él están vivos ambos mundos. Griegos y persas. César y Cleopatra. Occidente y Oriente. La disputa de los iconoclastas de Bizancio. Los chinos como integrantes del viejo mundo. Napoleón contando las ventanas. En las letras hay una tendencia inmanente a retornar a las imágenes, como se ve en su giro hacia lo ornamental. En estos intentos adquieren las letras cierta rigidez, como se observa en las mezquitas: se parecen a alguien contando sueños inventados.

Es imposible no sonreír maravillados al seguir ese camino trazado por un pensamiento sin ataduras que va desde lo que un escritor espera de la egiptología a ese Napoleón contando las ventanas. Todo esto parece como escrito en duermevela, con un gato acurrucado en el regazo. La comparación de las letras que “adquieren rigidez” con alguien que nos cuenta “sueños inventados” tiene la fuerza —y más cuando venimos de Egipto y de Bizancio, y de ese peculiar Napoleón— de las cosas que nos son reveladas en sueños. Inventados o no.

Pero hablando de sueños:

Esto me trae a la memoria a mi hermano Physicus, que en una ocasión me contó lo siguiente: soñaba que en una pelea un tiro le arrebataba la vida, pero la curiosidad por el desenlace de aquel combate no lo dejaba tranquilo ni aun en la muerte. Ahora bien, como le faltaban los instrumentos de los sentidos para mirar, se colocaba en espíritu detrás de uno de los supervivientes y sirviéndose de aquel hombre como de unas gafas miraba a través de él.

¿Qué se puede extraer de este sueño, que incorpora un curioso préstamo de la conciencia ajena? La idea forma parte del acervo de argumentos de la ciencia-ficción, el deseo del hombre por convertirse temporalmente en el turista alojado en ese hotel de variable categoría que es la conciencia de otro hombre. Pero Physicus no saca otro provecho que el del mero espectador. Lo cual nos lleva a plantearnos un turbador interrogante: ¿ponernos en la piel de otro ya es sólo patrimonio de los sueños, un logro que ahora no queda más que al alcance de la literatura fantástica? Da la sensación de que esa vieja capacidad de abandonar nuestro yo y considerar la vida desde el punto de vista de los otros sufrió un cortocircuito en algún momento de nuestra historia, tal vez cuando alguien que prometió que a su muerte saldría de la tumba pidió aquel imposible de: “Ama a tu enemigo”.

"Jünger amaba la belleza, y la tierra se le aparecía como un desordenado palimpsesto que poetas y artistas, en su calidad de hombres civilizados, estaban destinados a enmendar"

Jünger sigue en el campo de batalla. Pasea por los campos y los cerros. Se dedica a observar, lee a los franceses por cuya capital deambula como el valido de un tetrarca, lee la Biblia. “Este enlosado es fresco, sencillo, su racionalidad entra por los ojos.” “Hay conversaciones que cabe describir como fumar opio a dúo.” “Espectáculo magnífico en la piscina: el de un pez grande, prodigioso, al que veía flotar en el agua verde, rodeado de burbujas de aire que parecían perlas. Veía aquello desde arriba, y, como suele ocurrir con las cosas mágicas, a tamaño reducido.” ¿Por qué eso es lo que “suele ocurrir con las cosas mágicas”? Jünger recuerda un cuento titulado “El hipopótamo”, y que según “una carta de Flor de Fuego” parece haber sido escrito bajo la influencia de “La caída de la casa Usher”. Pero “ese cuento lo concebí en un sueño, antes de una visita a Kubin, y entonces era efectivamente muy fuerte el anhelo que yo sentía de salir del abismo del Maelstrom. Es preciso considerar tales cosas también como un pronóstico, pues los personajes inventados inician el baile del destino, lo bailan por anticipado, unas veces sonrientes y otras con una expresión de espanto; y la poesía es la historia invisible, es historia no vivida todavía, e incluso su correctivo.”

Poesía: ¿correctivo de la historia? ¿Y será por eso que Adorno dijo aquello de “después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie”? Aquí, Jünger da la impresión —ayudado por la sombra de un futuro Adorno— de que retrata a los poetas como bárbaros que tiran los monumentos y las estatuas de sus pedestales y los reemplazan con hermosos correctivos. Pero no puede ser ese el formato correctivo al que Jünger se refiere. Jünger amaba la belleza, y la tierra se le aparecía como un desordenado palimpsesto que poetas y artistas, en su calidad de hombres civilizados, estaban destinados a enmendar. Así que tal vez quiere decir —recordemos: escritor en un campo de batalla—que la poesía es el canalizador de ese Maelstrom que viene del abismo.

Más sobre el Maelstrom:

Poe, Melville, Hölderlin, Tocqueville, Dostoievski, Burckhardt, Nietzsche, Rimbaud, Conrad, a todos ellos se los encontrará conjurados con frecuencia en estas páginas como augures de las profundidades del Maelstrom al que hemos descendido. Entre estos espíritus están también Léon Bloy y Kierkegaard.

Veo a Hölderlin planeando sobre los acantilados de mármol. También al Poe de “La esfinge”y “Conversación de Eiros y Charmion”. Al Melville de las alegorías. Pero son Bloy y Kierkegaard, y un tercio del Dostoievski del subsuelo, los que se dejan ver más bien por el diario. Con una serenidad pasmosa, eso sí. No hay un solo momento en que Jünger levante el tono y pierda, como suele decirse, los papeles. Ni siquiera ante la visión de un bello corzo tan sereno como él y que, ante un descuido suyo, los bárbaros de su regimiento han dejado con las tripas colgando sobre una picota. No es más que un hombre pensativo que se pasea con su ropa de oficial primero por los campos de batalla de Alemania, después por el París ocupado y sin embargo rendido a la alegría. Los efectos de la guerra le parecen “cosas de naturaleza casi demoníaca, sobre todo si se piensa en la terrible soledad de tales personas en medio de una población de millones. De ahí que yo no pueda confiar detalles ni siquiera a estas páginas.” Tales personas, por cierto, son el reducido número de espías que mueren fusilados en el alba sin delatar a quienes “los han tenido en su casa”. Pero lo demoníaco, para Jünger, se extiende por igual a todo lo demás. ¿Y cómo iba a ser de otro modo? Al comienzo de la guerra, él pedía fuego. Y el fuego que llegó pertenecía —como descubrió cuando ya era demasiado tarde— al infierno.

Jünger visitó como oficial muchas ciudades francesas que yo conozco muy bien. Estuvo en Villechétif. Estuvo en Troyes, que recibe esta siniestra acotación: “grandes destrucciones.” Allí hay una bonita calle, una de cuyas ramificaciones ha quedado consagrada al autor de El caballero de la carreta. En cierta ocasión, un pintor local me contó que ya bien entrado el siglo XXI —las Torres Gemelas habían caído y todo eso— una vecina suya encontró alojada en su fachada una bala alemana que había sido disparada durante la guerra. Me llevó a su casa, para enseñarme aquella pieza de ingeniería criminal que había permanecido casi setenta años en un hueco, imperturbada por nadie. La mujer, tan amable como todas las troyanas, me acompañó a la calle para mostrarme el agujero. Yo miré atentamente y me sorprendió el brillo esmaltado que se dejaba ver en su interior. Con un palito, extraje lo que había escondido en su fondo. “¡Es un diente!”, gritó la mujer. Porque aquello no fue ninguna exclamación. Fue, verdaderamente, un grito. El pintor tomó aquel diente entre los dedos y lo observó detenidamente contra el sol: “Así que la bala se llevó por delante una mandíbula… ¿Quiere usted conservar el diente, monsieur Longo? A fin de cuentas, es usted quien se lo ha encontrado…” Amablemente, con lo que supongo puede llamarse una sonrisa de circunstancias, rehusé aquel honor.

En Troyes he tenido sueños que parecían venir de debajo de la tierra, pero ninguno, que recuerde, como el que anotó Jünger en el verano de 1940:

Se trataba de un asunto de honor, cuyo origen estaba en lo siguiente: en un “juego de guerra” sobre la batalla de Salamina habían surgido disputas porque el conjunto de los oficiales se puso de parte de los persas, mientras que el nuevo comandante defendió a los griegos. En los interrogatorios yo leía con asombro una serie de importantes alegaciones en las que se aseveraba que los griegos eran representantes de principios inferiores y derrocadores de órdenes y dinastías antiguas; también había hermosas descripciones de la vida que se hacía en las guarniciones de Babel, Sardes, Ecbatana…

Y digo que ninguno como el que anotó Jünger porque creo que se trata de un sueño que sólo podría tener un soldado en tiempos de guerra. Él lo consideraba “un panorama, un arabesco” de sus relaciones espirituales con un superior. Pero yo creo que en la escena del interrogatorio hay mucho más que eso, y no puedo evitar sentirme muy frustrado por no poder leer todas esas “hermosas descripciones” de la vida en las guarniciones de Babel.

"Cosas como estas son las que observa el oficial Jünger mientras pasea por los campos de batalla, mientras recorre las calles recelosas y los cafés petrificados de la orilla izquierda del Sena"

En ese tiempo —que todavía no había superado las fracturas de Babel, de manera que bien puede decirse: “En ese tiempo, el tiempo todavía de Babel…”—, Jünger traducía “las cartas de los rehenes franceses fusilados”, pensando en que era preciso conservarlas como documentos “para los tiempos futuros.” Le llamaba la atención que las palabras que más frecuentemente se repetían en ellas fueran “coraje”, “amor” y, tal vez, “adiós”. Y dice así: “Parece que en esas situaciones el ser humano nota en su corazón una capacidad de bendecir y una sobreabundancia de riquezas y comprende que el papel que le es propio es el de víctima sacrificada, el de dispensador de dones.”

¿Será eso? Pero tengo entendido que existe en los que se disponen a morir por una enfermedad algo que recibe el nombre de “lucidez terminal”. Me pregunto cómo sería la vida si cada día despertáramos en posesión de esa misteriosa lucidez, que no creo que ilumine solamente a los enfermos, sino también a aquellos que son incrédulamente conscientes de que la existencia —en virtud de una no menos misteriosa ley— les va a ser arrebatada.

La joven prostituta rebosante de bondad que debe alimentar a su madre, una madre enferma, sin darse cuenta de que “así es como se camina hacia el abismo: en barcos adornados con guirnaldas de flores”. Las mujeres como “hijas de la Tierra, que albergan en el pecho ciencias terribles y solitarias: la estampa de la mujer que durante años contempla cómo su marido acaricia a un niño que no es suyo.” Todo lo que hace recaer sobre el mundo la persecución de los más débiles: “Se dice que desde que se esteriliza y mata a los locos se ha multiplicado el número de niños que nacen ya con enfermedades mentales. De igual modo, con la supresión de los mendigos se ha vuelto universal la pobreza, y el diezmar a los judíos ha traído consigo la difusión de los atributos judíos en el mundo entero, en el cual están propagándose rasgos propios del Antiguo Testamento. La exterminación no borra los arquetipos; antes por el contrario, los libera.” Cosas como estas son las que observa el oficial Jünger mientras pasea por los campos de batalla (donde le asignan, entre otras cosas terribles, la supervisión del fusilamiento de un traidor), mientras recorre las calles recelosas y los cafés petrificados de la orilla izquierda del Sena. O no tan recelosas, y tampoco tan petrificados: muchos nombres ilustres (la familia del escritor Paul Morand, por ejemplo) se relacionan alegremente con quienes no tienen por qué considerar el enemigo.

" Y por más que una parte de la narración de Bogo pudiera sostenerse en exageraciones o en alegaciones infundadas, no era imposible creer en barbaridades semejantes"

¿Son un diario de guerra, los libros recogidos en Radiaciones? Más bien son una versión del mundo en guerra, visto desde la perspectiva de un escritor. Por ese motivo abundan las reflexiones sobre el arte de escribir; un hombre “dando forma a frases durante la mañana y desechándolas, cual alfarero que rompe sus cacharros”: ese y no otro (con razón) es el escritor como lo ve Ernst Jünger. La frase como una distribución de pesos (el corrimiento de una palabra a otro lugar), o como “un delicadísimo equilibrio de luces y sombras que se extiende luego a las demás zonas”, y cuyos efectos perdurarán “aunque el lenguaje envejezca.” Esos claroscuros que no se perderán mientras la forma de las palabras esté viva dejan ver un señalado contraste en esos pasajes —tan sumamente denotativos que uno no sabe bien si quien nos habla es sólo un ojo pegado a una boca y nada más— en los que Jürgen se agarra como un loco a los barrotes de una realidad en la que (1943) tan difícil resulta creer:

Me produjeron una especial consternación los detalles que Bogo narró del gueto de Lotz, o, como ahora se llama, Litzmannstadt. Bogo se había introducido en él con un determinado pretexto y había mantenido conversaciones con el presidente de la judería, un antiguo teniente austriaco. Viven allí ciento veinte mil judíos, hacinados en un espacio estrechísimo, y trabajan para la industria del armamento. Han levantado uno de los más grandes complejos industriales que hay en el Este. Y así es como pueden ir viviendo, pues resultan imprescindibles. Entretanto afluyen allí más judíos cada día, que llegan deportados de los países ocupados. Para borrarlos de la faz de la Tierra se han construido crematorios en las cercanías de los guetos. A las víctimas se las transporta hasta allí en unos camiones que, según se dice, son una invención de Heydrich, el nihilista jefe: los gases de los tubos de escape son introducidos en el interior de los camiones, que de esa manera se convierten en celdas de muerte.

Al parecer existe un segundo método de carnicería; consiste en llevar desnudas a las víctimas, antes de quemarlas, a una gran placa de hierro por la que se hace pasar luego una corriente eléctrica de alta tensión. Se ha recurrido a estos métodos porque se ha mostrado que los hombres de las SS destinados a liquidar a los judíos de un tiro en la nuca padecían trastornos de salud y al final se negaron a hacerlo. El personal que se precisa para esos crematorios es escaso; se dice que quienes actúan en ellos son una especie de amos y criados infernales. Allí es, pues, donde desaparecen las masas de judíos que son enviados de Europa para su “reasentamiento”. Ese es el paisaje en que sin duda se revela del modo más claro la naturaleza de Kniébolo y que ni siquiera Dostoievski previó.

El propio judío que está al frente de cada gueto es el que ha de dar los nombres de los destinados a los crematorios.

“Se dice”, “al parecer”, “según se dice”… Cuesta creerlo, sí, pero sabemos por experiencia que eso que Jünger llama con amor “el ser humano” es capaz de todas esas cosas, y de cosas peores aún. Y por más que una parte de la narración de Bogo pudiera sostenerse en exageraciones o en alegaciones infundadas, no era imposible creer en barbaridades semejantes: si no entonces, alguna vez serían realidad.

Más tarde (1945), Jünger se topará con el terror que Bogo traía en los ojos, y esta vez ya sin espacios para la vacilación:

Las carreteras siguen abarrotadas de personas que han estado en los campos de concentración. Quienes pensaron que iban a extenderse por el país hordas de saqueadores se han equivocado en sus profecías, al menos en cuanto puedo juzgar desde aquí. Las gentes me parece que están más bien alegres, como resucitadas. Por la mañana se han presentado en la granja seis judíos liberados de Belsen. El más joven tenía once años. Con el asombro, con la avidez de un niño que nunca ha visto nada parecido, se puso a mirar libros ilustrados. También nuestro gato provocó su más profunda admiración, como si se acercase a él una poderosa imagen vista en sueños. (…) Las carreteras siguen abarrotadas de millones y millones de seres humanos errantes, de la calamidad de una migración de pueblos inimaginable. También nuestro pequeño cementerio recibe los frutos y acoge los cadáveres de niños y adultos que han acabado aquí su viaje.

“Aquí” es, de nuevo, Kirchhorst, lugar en el que Jünger escribía En los acantilados de mármol al comienzo de la guerra y leía a Heráclito cuando le enviaron los documentos para su movilización. “Aquí” sigue soñando, Jünger, pero sus sueños son lo mismo que el misterioso gato para ese niño encandilado: “Por la noche, sueños de antiquísimos sistemas de cavernas en Creta; en ellos pululaban soldados como hormigas. Una carga explosiva acababa de llevarse por delante a millares de ellos. Hasta el momento de despertar no caí en la cuenta de que Creta es la isla del Laberinto.”

"Pero no es de extrañar que Grecia siga retorciéndose en los sueños de hombres y mujeres demasiado perceptivos"

Jünger, que hablaba de los hombres como prisioneros en un “laberinto de luz”, parece estar anunciando en ese sueño el precio que es preciso pagar quizá por haber visto demasiado. El griego que llevamos dentro es así: todos recordamos que un escritor argentino encontró en las Cícladas (año 1956) una estatua que ordenaba asesinar, y que no mucho después un escritor inglés oyó el espantado testimonio de una mujer que había descubierto en las islas griegas un monasterio olvidado en el que la humanidad se jugaba su futuro prácticamente cada día, a cara o cruz. Pero no es de extrañar que Grecia siga retorciéndose en los sueños de hombres y mujeres demasiado perceptivos, y que en el angustioso teatro de nuestras madrugadas aún sea posible asistir a la representación de nuestro pasado colectivo —y de nuestro futuro en ruinas— bajo la especie de un laberinto profanado.

Por lo menos Jürgen soñó ese laberinto. En una de sus últimas anotaciones, muy cerca de las intensas radiaciones de uno de sus grandes minotauros, ese oficial extenuado que ya había depuesto el uniforme escribió lo siguiente:

Ha habido en nuestra edad una serie de ascensos demoniacos que han sido favorecidos por la nivelación. Pero en eso hay siempre algo misterioso, que se sustrae a la competencia del historiador. Apenas hay en la Edad Moderna otro hombre que haya concitado cantidades tan grandes de entusiasmo, pero también de odio, como Hitler. Cuando se confirmó la noticia de su suicidio se me quitó un peso de encima; en ocasiones había temido verlo expuesto en una jaula en una gran urbe extranjera. Eso por lo menos nos lo ha ahorrado.

Asusta expresarse así, pero estos diarios se parecen al largo paseo de un hombre que, sólo al salir de él, se da cuenta de que ha estado caminando con extraña nonchalance por el infierno.

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Autor: Ernst Jünger. Título: Radiaciones I y II. Traducción: Andrés Sánchez Pascual. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros (I) y Todos tus libros (II).

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