El hijo y la herida

Sobre Mortal y rosa, de Francisco Umbral 1.- La infancia ajena El otro día vi a mi hijo Blas —ocho años, castaño, rápido como la luz baja de la tarde— correr entre las tumbas del cementerio de Casas Bajas, mi pueblo. Corría como quien no sabe aún que corre entre ausencias. Jugaba. Jugaba como solo... Leer más La entrada El hijo y la herida aparece primero en Zenda.

May 1, 2025 - 01:08
 0
El hijo y la herida

Sobre Mortal y rosa, de Francisco Umbral

1.- La infancia ajena

A veces basta un gesto para que todo se detenga.

El otro día vi a mi hijo Blas —ocho años, castaño, rápido como la luz baja de la tarde— correr entre las tumbas del cementerio de Casas Bajas, mi pueblo. Corría como quien no sabe aún que corre entre ausencias. Jugaba. Jugaba como solo juegan los niños: sin metáfora, sin peso, sin herida. Para él, las cruces son postes. Los nichos, ventanas. Las lápidas, piedras lisas de un río sin muerte. Todo en él era presente. Todo en mí, recuerdo.

Lo observé desde la orilla contraria y entendí —no como idea, sino como punzada— que su niñez es la medida de mi exilio.

"Él ha venido a vivir lo que yo ya no podré volver a vivir"

Lo dijo Umbral en Mortal y rosa, pero yo no lo comprendí del todo hasta que vi a mi hijo atravesar aquel camposanto como si no existiera. Él todavía pertenece al tiempo sin fisuras, a los cielos viajeros, a la luz sin sombra. Yo ya estoy del lado donde la luz se piensa antes de recibirse. Donde se calcula. Donde se pierde.

Esa noche volví al libro. No como lector, sino como padre. Como quien busca en la literatura lo que la vida ya no le da: la promesa de una voz que entienda el desgarro sin nombre que empieza cuando el hijo entra en la vida y el padre empieza a salir de ella. Porque el niño no observa el clima, lo habita. No interpreta los signos, los encarna. La naturaleza no es para él un espectáculo, sino una pertenencia. Un pacto.

Él ha venido a vivir lo que yo ya no podré volver a vivir. Sus pasos, pequeños pero seguros, van tomando posesión del mundo. Porque aunque apenas pesa sobre la tierra, es más de la tierra que yo.

Y sigue jugando entre tumbas.

2.- Escribir desde el incendio

Mortal y rosa no está escrito para ser leído. Está escrito porque no quedaba otra. Porque la vida, a veces, duele tanto que solo se puede contener en palabras.

"Las frases cortas. Las imágenes que no adornan, sino que arden. La emoción no está explicada: está ahí. En carne viva"

Umbral no escribe sobre la muerte de su hijo: escribe desde ella. Desde ese centro calcinado donde ya no quedan metáforas. Desde donde solo se puede decir lo que duele, no cómo duele. Cada frase está quemada por dentro. Cada página avanza como un duelo. “Solo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Solo encontré una verdad en la vida, y la he perdido”. No hay forma de seguir escribiendo después de eso. Pero Umbral lo hace. Porque sabe que si calla, se traiciona.

El estilo —tan suyo, tan alto, tan barroco en otras obras— aquí se somete al temblor. Las frases cortas. Las imágenes que no adornan, sino que arden. La emoción no está explicada: está ahí. En carne viva.

Hay libros que se construyen. Mortal y rosa es un derrumbe. Uno del que nace, sin embargo, una extraña belleza. Porque Umbral no escribe para consolarse. Escribe para no olvidar. Para sostener con palabras aquello que el tiempo amenaza con borrar. Su hijo, su infancia, su luz. Lo fija con el lenguaje como quien sujeta una fotografía bajo el cristal antes de que el tiempo la erosione del todo.

Este libro no es un monumento. Es una herida abierta. Y, por eso, sobrevive.

3.- Escribir contra la fuga

“El tiempo corre cuando se le deja libre. Hay que cazarlo en la ratonera —ratón, el tiempo— de un libro”.

Umbral no escribe para entender el dolor. Escribe para fijar lo que tiembla. Para atrapar en el idioma lo que se escapa: una tarde con sol, una sílaba nueva en la boca del hijo, una risa inesperada.

Escribir, para él, es un gesto de resistencia. El acto desesperado de quien se enfrenta a la pérdida con un cuaderno en la mano. Porque sabe que no puede retener nada, pero al menos puede dejarlo señalado, como con un alfiler en un mapa.

No hay consuelo. Lo que hay es lenguaje. Y el lenguaje, a veces, consigue eso tan improbable: que algo permanezca.

Por eso duelen tanto estas palabras:

“Te escribo, hijo, desde otra muerte que no es la tuya. Desde mi muerte. Porque lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos. Cada cual se queda en su muerte, para siempre. La muerte es distancia, solo distancia”.

"Leer Mortal y rosa es asistir a ese intento: fijar lo que huye"

Ahí está toda la verdad: cruda, sin atenuantes. Porque lo verdaderamente insoportable no es la muerte, sino su soledad. Su carácter de frontera definitiva.

Umbral no escribe para curarse. Escribe para no traicionar lo perdido. Para que el amor no se deshaga del todo en el aire. Para que la herida, al menos, tenga forma.

Leer Mortal y rosa es asistir a ese intento: fijar lo que huye. Nombrar lo que ya no está. Una escritura que es ofrenda, sí, pero también lápida.

Y ahí, en ese gesto, entendí algo que no había comprendido del todo hasta ahora: que un padre escribe no para explicarse, sino para seguir hablando con quien ya no está.

4.- El hijo como espejo

Dice Umbral: “La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, solo se recupera con el hijo. Con él vuelve a vivirse.”

El hijo no es solo hijo. Es espejo. Es infancia que regresa, no como recuerdo, sino como presencia. Por eso cada gesto suyo nos duele y nos salva: porque es nuestro y, al mismo tiempo, ajeno.

Cuando Blas ríe, la vida se ensancha. Como si su risa ensanchara el mundo por dentro. Me ocurre lo que Umbral describe con desarmante claridad: “El niño y la risa. La risa del niño. Su risa triunfa de la muerte.”

"Mortal y rosa no es solo un libro sobre la muerte del hijo. Es, sobre todo, un libro sobre su presencia"

Pero también hay miedo. Porque la niñez es una patria que se pierde. Porque el hijo está destinado —irremediablemente— a cruzar la frontera. A extraviarse en el bosque de los adultos. “El niño desaparece un día en el hombre”, escribe Umbral. “La niñez es fragancia que desaparece al aspirarla.”

Por eso Mortal y rosa no es solo un libro sobre la muerte del hijo. Es, sobre todo, un libro sobre su presencia. Sobre cómo su risa —tan breve, tan absoluta— reordena la vida del padre sin pedir permiso. A partir de él, todo lo anterior parece prólogo. Y después de él, todo se vuelve epílogo. Cuando el hijo se va, no se lleva solo su infancia: arrastra también la del padre.

5.- Un relámpago en la herida

Uno cierra Mortal y rosa con algo roto. No con una idea, ni con una frase redonda, sino con una fisura. Como si Umbral no hubiera escrito para explicar su dolor, sino para no olvidarlo. Y eso —esa necesidad de no olvidar— lo convierte en un libro más vivo que muchos nacidos para durar.

A veces pienso que escribir sobre nuestros hijos es también empezar a perderlos. Poner en palabras lo que sentimos por ellos es ya una forma de alejarlos. Pero no hacerlo sería peor. Sería negar que pasaron por nosotros como una ráfaga. Como un relámpago breve que, durante un instante, lo iluminó todo.

La entrada El hijo y la herida aparece primero en Zenda.