Cuando perdí mi Quijote
Seguía sonriendo. Había perdido esa panza gigantesca con la que la legión de nietos jugábamos. Estaba delgado, sí, pero igual de goloso y hablador, con esas historias de marino que me fascinaban. Me lo imaginaba combatiendo contra piratas malayos, desembarcando para someter a los belicosos berberiscos, “qué puntería tan endiablada, caíamos como chinches, apenas asomaban... Leer más La entrada Cuando perdí mi Quijote aparece primero en Zenda.

Lo tengo domeñado. Creo. Quizá porque el miedo nunca me ha sido ajeno. Estaba ahí, siempre. Un miedo conocido, el temor a perder a alguien cercano, querido. No es verdad, no al menos en mi caso, que uno no sea consciente de la parca cuando es un crío. Yo me enfrenté a la muerte en la bata de mi abuelo. Porque a mi abuelo no lo vi en pijama hasta que enfermó de cáncer. Íbamos a verlo y se sentaba en la misma butaca orejera de siempre. Pero ya no se levantaba para darte un beso. Te acercabas y tocabas esos carrillos que ya tenían un color cetrino, un amarillo que, ahí aprendí, era el vestíbulo de la muerte.
Tenía en su casa varios ejemplares. El del salón era hermosísimo, una edición con ilustraciones de Gustavo Doré. Incluso guardaba ejemplares para niños. Demasiado dibujo y poca letra, pero por algo se empieza. “Hay que hacer hábito”, decía.
Debía de tener diez años la primera vez que me enfrenté a ese Quijote con dibujos pueriles, cuajado de colorines y sí, con un rocinante que parecía un jamelgo borriquero, escuálido, huérfano de brío y con tan poca carne que las moscas emigraron a mejores lares. Nada que ver con el de Doré: famélico pero digno, pobre de alimento pero no de espíritu, fiel por mucho desatino en el que le embarcara la mente perdida de su dueño.
El abuelo decía que Cervantes había contado el ser de España para el fin de los tiempos, y aunque disfrutaba con Cela, Delibes, Torrente, Galdós y luego, Azcona, Ussía y hasta Vizcaíno Casas, de quien admiraba su sorna pero no su pensamiento, veía en todos ellos la inspiración de la mano diestra del manco de Lepanto.
Esas tardes con el abuelo se fueron espaciando. Supongo que la adolescencia te idiotiza tanto que te ves de menos cuando disfrutar de la devoción cervantina del abuelo era la mejor enseñanza que podías recibir. Vinieron más, de todo tipo, siempre desde un cariño que se amplificaba en mi cabeza porque justo en un lado del salón había una vitrina de caoba cuajada de medallas, sables y gorras de la Armada.
Cuánto amor en ese corazón guerrero.
Tuve miedo a la pérdida cuando fui consciente de que aquel hombre se estaba consumiendo por el cáncer, que aquella era una despedida por etapas. La última cuando reunió a todos los nietos para una foto familiar. Cuando la vuelvo a mirar pienso que pudo despedirse de todos, que de alguna manera se fue dejando la vida en orden, con la familia preparada para su marcha.
Mi padre murió con la misma edad, pero lo suyo fue un ataque al corazón. Una muerte fulminante, para la que nadie te prepara. Tampoco a ese otro miedo que me fustiga intermitentemente: ¿estaré a su altura? ¿Sabré elegir lo correcto, huérfano de su consejo? Y lo peor, cuando no crees en la otra vida, ¿le estás borrando de la tuya? Mi padre, mi guía, mi modelo, mi referente, ¿qué puedo hacer para no esquivar tu recuerdo? De qué sirve tenerlo presente cuando todavía duele tanto evocar nuestras charlas.
“¡Oh, memoria, enemiga mortal de mi descanso!”.
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