Reflejo
[Imagen: Inés Valencia] LOS TRECE ESCALONES, LXVIII: REFLEJO La encontró en su habitación, sentada en la butaca bajo la ventana. El sol entraba directamente, esplendoroso, arrancando destellos a su pelo. Tenía una muñeca sobre el regazo. Su favorita, de hecho, la de las trenzas de lana roja, el vestidito verde de flores y el mandil.... Leer más La entrada Reflejo aparece primero en Zenda.

[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, LXVIII: REFLEJO
La encontró en su habitación, sentada en la butaca bajo la ventana. El sol entraba directamente, esplendoroso, arrancando destellos a su pelo. Tenía una muñeca sobre el regazo. Su favorita, de hecho, la de las trenzas de lana roja, el vestidito verde de flores y el mandil. Nuria se la había hecho unos años atrás, y Aurora se enamoró de inmediato.
A Gloria, que la había estado llamando no menos de veinte veces, sin respuesta, se le pasó el enfado como por ensalmo, al verla tan absorta en sus juegos. Parecía… feliz. Feliz, esa era la palabra. Feliz y ajena a todo, con una sonrisa infantil rebosándole por las comisuras de la boca. Feliz. Las ganas de regañarla se esfumaron. Hace falta ser realmente mezquino para regañar a alguien sumido en tal estado de pura y genuina paz. Era un deleite mirarla, así que Gloria permaneció apoyada en el marco de la puerta, grabándose aquella imagen en las retinas y en la memoria, decidida a atesorarla mientras viviera.
De pronto, como si un duende le hubiera susurrado al oído la presencia de una intrusa, Aurora dio un leve respingo y alzó la menuda cabeza. La sonrisa volvió al instante, ancha, cómplice, divertida, haciendo que sus ojillos azules chispearan.
—¡Mira! —exclamó, triunfal, levantando los brazos y presentándole a la muñeca, como si estuviera haciéndole una ofrenda.
—Por fin la encontraste —adivinó Gloria, asintiendo—. A ver, señorita, ¿dónde estaba?
Aurora se encogió un instante, apretando los puños como si estuviera conteniendo un secreto fenomenal, pero con una mueca de regocijo.
—¡En el cajón de las bragas! —anunció por fin, pletórica.
Se rio tanto y tan fuerte que le corrieron lágrimas por las mejillas y terminó sujetándose el estómago. Gloria tuvo que reír también, sacudiendo la cabeza y procediendo a sermonearla sin ninguna convicción.
—Aurorita, Aurorita… —reprendió, en tono de fingida severidad—. Mira que te dije que buscaras bien. Y tú, erre que erre con que te había tirado a Oliva a la basura.
La aludida se tapó la boca con las manos, sin dejar de reír.
—¿Y ahora qué, mal bicho? ¿Ahora quién le va a pedir perdón a la pobre Gloria?
—Ella —aseguró Aurora, señalando sin empacho a la muñeca caída sobre la alfombra—. Por esconderse. Mala, mala, mala…
—Uy, qué mala —coreó Gloria, pretendiendo no ver la mueca de perversa satisfacción de Aurora—. Vamos a tener que encerrarla en el armario.
Más risas, palmoteos, aquella dicha sádica y malévola. Decidió aprovechar el momento para encarar uno de los momentos duros del día.
—Venga, vamos a comer —dijo, como si tal cosa.
La reacción fue inmediata. Aurora se envaró, echando los delgados hombros hacia atrás, y sus labios se apretaron. Todo su rostro cambió, arrugándose en un mohín de descontento. La magia se hizo añicos, como un vaso desplomándose desde la encimera.
—Venga, venga —insistió Gloria, notando cómo la desesperanza y la frustración le retorcían las tripas.
—Tienes que decirlo con más seguridad —le repetía siempre Nuria—. Mandas tú, no ella. Pero claro, si te nota flaquear… entonces estás perdida.
Nuria era enfermera. Ella sabía lidiar con casos difíciles. Gloria se dedicaba a traducir literatura científica, ¿quién podía pretender que tuviera las mismas habilidades que su hermana?
—Hala, vamos —tanteó de nuevo, sabiéndose derrotada de antemano—. Mira, hay tortilla francesa, hay espárragos, que te encantan, hay un poquito de queso blandito…
Cada elemento de la enumeración fue recibido con una enérgica negativa. Gloria estaba a punto de soltar un exabrupto cuando Aurora se adelantó.
—Estoy enferma. Tráeme la bandeja.
Habría sido fácil ceder, pero no. Otra vez, no. Estaba pagando muy cara su pasada debilidad.
—De eso nada. Te vienes hasta la cocina, que llevas todo el día aquí, sentada sin moverte, señorita.
—No voy —zanjó Aurora, tozuda. De pronto, bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro, y sus ojos se llenaron de un espanto sincero—. Hay un fantasma. Una vieja, toda desgreñada y fea.
Gloria tragó saliva, sintiéndose desolada y exhausta. Se sentó a los pies de la cama, incapaz de decidir entre la risa y el llanto.
—Es verdad —insistió Aurora, aferrándole la manga—. Hay un fantasma en la entrada. Se ríe de mí, y le faltan los dientes. ¡Quiere robarme mi cara! Quiere engañarme y me dice que yo también soy vieja, como ella…
—Escúchame —interrumpió Gloria, sujetando el amado rostro entre sus manos—. Te prometo que voy a echar al fantasma. Pero ahora tienes que venir conmigo a la cocina. Si la vieja puñetera está en la entrada, haremos como que no la vemos, para que se fastidie.
Aurora dudó unos segundos, apretando los labios. Temblaba como un pájaro pequeño.
—Bueno… —cedió al fin—. Pero no me sueltes la mano.
Cuando Nuria llegó, apenas dos minutos después de las ocho, Aurora apuraba una taza de café, apoyada junto al fregadero. Se dieron un rápido beso en la mejilla.
—Vaya turno de mierda —protestó Nuria, rehaciéndose la coleta—. Tengo la espalda rota. ¿Cómo está?
—Frita. Seguramente se despierte sobre las nueve. Hay sopa y queda algo de pescado, a ver si quiere cenar. Mírale la herida del pie, por favor, a mí no me ha dejado. Me voy pitando antes de que cierren el súper, que no tengo ni un litro de leche.
Ya salía a la carrera cuando dio media vuelta y volvió a asomarse por la puerta.
—Hay que quitar el espejo del recibidor, y me da que pronto tendremos que taparlos todos.
Nuria la miró, perpleja. Gloria asintió, suspirando.
—El fantasma de una vieja sin dientes está atormentando a mamá.