El año de la aurora, por Wenceslao Fernández Flórez

De acuerdo con la tradición en la prensa, al novelista y articulista gallego le encargan un artículo sobre el año que termina. Tarea complicada cuando ese año es 1939, el último de la guerra, el primero de la paz y de la dictadura, “la primera aurora desde julio de 1936”, escribe. Sección coordinada por Juan Carlos... Leer más La entrada El año de la aurora, por Wenceslao Fernández Flórez aparece primero en Zenda.

May 13, 2025 - 00:37
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El año de la aurora, por Wenceslao Fernández Flórez

De acuerdo con la tradición en la prensa, al novelista y articulista gallego le encargan un artículo sobre el año que termina. Tarea complicada cuando ese año es 1939, el último de la guerra, el primero de la paz y de la dictadura, “la primera aurora desde julio de 1936”, escribe. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.

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En los últimos días de cada diciembre la Secretaría del periódico nos avisaba invariablemente: «Prepare usted un artículo para el número extraordinario del día 1.º de enero.» E invariablemente también, al otro extremo del hilo telefónico hacíamos un gesto de contrariedad. Era preciso escribir algo acerca del año que se iba, y como el año que se iba no llevaba en sus entrañas más que vulgaridad, había que dibujarle un perfil. Colocados frente a aquel año, como un dibujante frente al modelo, lo tratábamos según el humor del instante; a veces lo insultábamos, a veces lo desdeñábamos, ya se le obligaba a dialogar con el año próximo, ya se le increpaba como a un ser vivo, o bien nos complacíamos en bracear en filosofías. El tiempo era entonces una caminata lenta hacia esos acontecimientos normales que son un veraneo, un ascenso, la muerte, y estaba jalonado por horas, por días y por meses.

"Desde entonces comprendemos que hay minutos más largos que meses y semanas que apenas contienen la sustancia de una hora"

Pero después vinieron cuatro años monstruosos, apocalípticos, en que se nos reveló cómo es verdaderamente el tiempo, años retorcidos y nudosos, hechos como los otros de minutos, de horas y de meses, pero tan desigualmente cortados, que ya no se sabía cuál era el primero y cuál el último ni, en verdad, cuánto podía durar un segundo.

Desde entonces comprendemos que hay minutos más largos que meses y semanas que apenas contienen la sustancia de una hora. «Eso ya se ha dicho mil veces», desdeñará alguien. Sí; todos los sabíamos antes y todos lo repetíamos maquinalmente. Pero ignorábamos el sabor de la realidad que esa afirmación encerraba y la terrible condición de su exactitud. Es uno de los Mediterráneos que hemos descubierto, porque —hay que decirlo en rectificación de la frase burlona— el Mediterráneo es descubierto de nuevo por cada hombre que se aventura en él por vez primera. Las enseñanzas de la experiencia superan las de los libros y nunca se sabe bien aquello que no se ha vivido. Hay un mundo de distancia entre conocer la altura del Himalaya y subir la montaña hasta el pico del Everest. Por eso a nosotros, los que hemos sufrido en la zona roja, nos admira y a veces nos desespera la imposibilidad en que están los que no han tenido esa desgracia para darse clara cuenta de lo que en ella ocurría, pese a las más detalladas explicaciones.

"Separemos, entre todas, esa hora orlada de laurel que nos trajo el año 39 y que también hizo verter lágrimas, aunque de alegría"

El minuto en que el ascensor subía con su carga de milicianos era un milenio, y las semanas en que el parte de guerra de Salamanca repetía: «Sin novedad» estaban huecas y sin sentido. Fueron años con gibas y con cavernas, en los que se hipertrofiaba de pronto una hora, hasta semejar un siglo, y se atrofiaba un mes hasta parecer un segundo. ¿Cuánto hemos vivido en ese tiempo? Nadie puede saberlo. Algunos eran jóvenes al entrar en julio del 36 y salieron por la otra boca de la epopeya con canas y arrugas. ¿Treinta y dos meses o treinta y dos años? Para muchos, la Eternidad.

Separemos, entre todas, esa hora orlada de laurel que nos trajo el año 39 y que también hizo verter lágrimas, aunque de alegría; aquella hora de un día de comienzos de la primavera en que las radios anunciaron que la guerra había acabado en España. Nosotros la vivimos en una aldeíta de la ubérrima y lejana Galicia. Las campanitas alborotaban con una prisa irregular, como si la pequeña iglesia tuviese taquicardia; cohetes estruendosos dejaban en el cielo blancas nubecillas diminutas como palomas de paz y los aldeanos cesaban sonriendo en sus labores.

Pasaba ya el mediodía. Pero fue la primera aurora que hubo en nuestra Patria desde julio de 1936.

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Artículo publicado en ABC el 2 de enero de 1940.

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