Azorín, el hipocondriaco

En sus novelas, el escritor contó a través de sus personajes la preocupación por la salud y la alimentación que controlaba su vida. La entrada Azorín, el hipocondriaco se publicó primero en Ethic.

May 13, 2025 - 09:23
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Azorín, el hipocondriaco

Empezaremos cuestionando la ciencia. Un estudio de hace un par de años demostró que los hipocondriacos se mueren antes que aquellos que viven bastante más despreocupados por su salud. No negaremos que vivir amargado con lo que te pueda pasar, pendiente del último síntoma que augura la catástrofe irreversible, no sea vivir peor, ¿pero menos?

No podemos apelar a la autoridad incontestable del dato científico sino a la literatura de Azorín para negar la mayor a los autores de esta investigación. En su novela, El enfermo, escrita cuando tenía 70 años, el protagonista, que como en todas las suyas tanto se parece al autor, defiende la máxima de que «no hay como estar enfermo para vivir mucho». Dice que «suena a paradoja y suena bien». Habla, naturalmente, «de ciertas enfermedades constitutivas y de cierto temple. No de las truculentas».

La hipocondría no es truculenta aunque se caracterice por el miedo a lo truculento. Vivir temiendo lo peor, incapaces de controlar futuros desastres que casi nunca se materializan, es lo que los profesionales sanitarios llaman trastorno de ansiedad por enfermedad. Lo dicho: vivimos peor, pero es difícil creer que morimos antes. Es mucho más creíble la paradoja azoriniana.

Azorín vivió siempre obsesionado con la enfermedad y con los médicos

José Martínez Ruiz vivió siempre obsesionado con la enfermedad y murió con 93 años cuando la esperanza de vida en España no pasaba de 67. Debutó en la novela con Diario de un enfermo en 1901 y recopiló, un año antes de su muerte, sus textos sobre médicos y medicina, enfermos y enfermedades, en el libro Los médicos publicado en 1966. Porque igual que hay un Azorín político, cronista, exiliado, cinéfilo, escritor compulsivo o dramaturgo fracasado que merecen nuestra atención, hay un Azorín eternamente enfermo, interesado en la ciencia médica y hermano y amigo de médicos ilustres; la más obvia, su amistad con Gregorio Marañón, aunque la tuvo también con otro licenciado en medicina que ejerciera poco tiempo, Pío Baroja. Como ha escrito Andrés Trapiello, «de aquella generación de individualistas ellos dos fueron los únicos que cultivaron y conservaron su amistad hasta el final (entiéndase: ni dejaron de tratarse de usted ni creo que traspasaran jamás el umbral de la intimidad)».

Pudiera parecer que todos los problemas de salud que de verdad tuvo Azorín acabaron en sus novelas, aunque ahora sabemos que los más graves se quedaron fuera. Es normal que hablara de algunos de ellos. Recordemos que, si hay un pionero por estos lares en eso de la autoficción, ese es Azorín. En el citado Diario de un enfermo, un veinteañero vaga aquejado por esa pesadez de sobrevivir entre preguntas que no tienen respuesta: «¿Qué es la vida? ¿Qué fin tiene la vida? ¿Qué hacemos aquí abajo? ¿Para qué vivimos?».

En otra entrada le devora la fiebre. En la siguiente el día amanece gris. Unos días después el que amanece desasosegado es él. Una mañana no se le ocurre otra cosa que seguir la pista de un hombre que llevaba a cuestas un ataúd blanco. En fin, un don para dejarse invadir por la apatía y para no salir triunfante de ninguna empresa. Así que, cuando se enamora hasta las trancas y luego se nos casa con una mujer, ella sí, verdaderamente enferma y encima de tuberculosis, nos tememos lo peor. Y lo peor acaba llegando y nos llega pronto y en ese estilo tan suyo, de frase clara y corta (de «párrafo asmático» decía Manuel Vázquez Montalbán): «Se muere, se muere sin remedio. Desde aquí oigo, persistente, su tos opaca y cavernosa. Una tristeza íntima, anonadante, me llena el alma. Me levanto; paseo aletargado, atontado. Me tumbo en un sofá, jadeante, fatigado… Oigo la tos, oigo la tos… (…) Y de repente, loco, frenético, grito, rujo, golpeo los muebles, tiro los libros, rasgo los cuadros, rompo ferozmente espejos, lámparas, cristales. Luego, anonadado, rendido, me siento en un sillón y lloro, lloro como un niño».

Nada raro en las ficciones de la época que las historias de amor se vieran interrumpidas por la dolencia que provocaba la bacteria Mycobacterium tuberculosis, tan artística como letal. Las patologías, las neuras del autor del diario y los problemas pulmonares de su amada son lo más parecido a un detonante dentro de esa narración. Montserrat Escartín, que tanto sabe y ha escrito sobre la obsesión de Azorín por las enfermedades, concluye en su edición crítica del libro que Diario de un enfermo evidencia la preocupación de Azorín por «modernizar la novela ensayando un recurso que será esencial en su nuevo modo de construir relatos. En ellos la ausencia de intriga será compensada por la voluntad de suscitar sensaciones en el lector».

El enfermo soy yo

Sabido es que Azorín era un lector fiel del Montaigne, que dijo «yo mismo soy la materia de mis libros». Por eso no nos sorprende nada que Víctor Albert, protagonista de su novela El enfermo, padezca nefritis como la que le detectaron a su autor en sus años de exilio parisino. También arrastra de consulta en consulta esa sensación de fatiga mental y física que conocemos como neurastenia y que suele manifestarse con problemas de insomnio y dificultades para concentrarse. Y aún hay más, la ansiedad que le genera heredar males familiares, de ahí un nuevo temor: «El otro angustioso presentimiento: el del caso de ataxia. ¡Querer andar y no poder andar!».

Las enfermedades del escritor aparecían reflejadas en los personajes de sus novelas

En esta novela descubrimos asimismo que el autor de La ruta de don Quijote, que de joven mostraba cierto sobrepeso y de mayor lucía demasiado fibroso, sabía de lo que hablaba en temas de hábitos saludables. Se aprecia cuando explica, en uno de esos diálogos médico-paciente, que en su alimentación ha ido poco a poco de lo complejo a lo elemental: «Lo complejo son los sabios platos con salsas exquisitas, y lo elemental es la verdura cocida, apenas aliñada con aceite y sal, y las legumbres y las frutas».

Nuevas enfermedades

Este año se ha publicado nueva biografía de Azorín. Azorín. Clásico y moderno, de Francisco Fuster, ahonda en torno a cuestiones como la enfermedad o la muerte. Aporta información que ayuda a entender esa obsesión por los asuntos relativos a la falta de salud: «Azorín padece durante su vida una grave enfermedad crónica, de tipo digestivo (una inflamación del colon que le obliga a tratarse con purgas diarias), que debió de influir en su carácter introvertido y en su deseo de aislarse del mundo. Desde ese punto de vista, se entiende perfectamente que en su obra abunden los médicos y los enfermos. No se trata de una afición morbosa, sino al contrario: de la necesidad de trasladar a su producción literaria una realidad que, desgraciadamente para él, conoce de primera mano». También sabemos que sufrió un infarto.

No son, desde luego, problemas menores, pero lo cierto es que supo llevarlos siempre con disciplina e información actualizada. Cualquier hipocondriaco preferiría su mala salud de hierro a una buena salud en el alambre.

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