María Fasce: “Yo no hago autoficción, pero en mis novelas se puede seguir el hilo de mi vida”
Es conocida como editora, ya que dirige Alfaguara y Lumen, pero María Fasce es también una escritora con una notable trayectoria literaria: tres libros de cuentos y seis novelas. La última acaba de obtener el Premio Café Gijón: El final del bosque, un libro sobre el silencio y el secreto de las familias, que sucede en su Argentina natal La entrada María Fasce: “Yo no hago autoficción, pero en mis novelas se puede seguir el hilo de mi vida” aparece primero en Zenda.

Foto de portada: Elena Palacio
Es conocida como editora, ya que dirige Alfaguara y Lumen, pero María Fasce es también una escritora con una notable trayectoria literaria: tres libros de cuentos y seis novelas. La última acaba de obtener el premio Café Gijón: El final del bosque, un libro sobre el silencio y el secreto de las familias, que sucede en su Argentina natal y donde el lector debería entrar como si se internara en un bosque o en una película de David Lynch.
Acabamos de descubrir, pues, a una editora que es también escritora, y lo es desde el principio de sus tiempos, cuando en Buenos Aires empezó a escribir poesías, cuentos, y fue presentándose —algo que sigue haciendo— a todos los concursos que tenía a mano. María Fasce, ya sin uniforme (sin el uniforme de editora) se nos acaba de aparecer como alguien nuevo y sorprendente. Hemos buceado —o tropezado— en los márgenes de su corazón y de la literatura en esta charla en la que hablamos de lo que hay detrás. Detrás de un libro y detrás de una mujer —la mujer que escapaba— asomada al medio siglo.
Antes que nada, hay que advertir que María Fasce es una autora de tres libros de cuentos y seis novelas, y en todas ellas nos vamos a detener. Son, por orden cronológico: La verdad según Virginia, La naturaleza del amor, Dos extraños, La mujer de Isla Negra, Las vidas de Elena y la recién premiada El final del bosque; además de un libro de conversaciones, que fue el principio de todo. Pero vayamos a la prehistoria.
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—Usted, que estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, ¿siempre tuvo claro que quería ser escritora?
—Sí. Lo de editora vino después. Ya desde el colegio escribía poesías y cuentos. La redacción era para mí un momento de felicidad. Es curioso porque me inspiraban más los temas rebuscados. Entre hacer una redacción sobre mi cumpleaños o sobre una rata en la despensa, yo elegía esta historia.
—¿Tenía una mente retorcida… ya?
—¿Una mente retorcida?… Me gusta esa idea. Los autores y directores de cine que me interesan creo que la tienen. No lo sé. Puede ser. Probablemente.
—Luego llegaremos a esos autores, aunque adelantamos —por lo que me he informado— que son Borges, Murakami y Patricia Highsmith.
—Esos desde luego, pero también me interesan mucho otros como Annie Ernaux, Nabokov, Camus, Carrère, Elena Ferrante…
—Ya, pero su trilogía, ¿no son los nombres antes citados?
—Sí, podría ser así: mi Santísima Trinidad. Y Borges en el vértice superior.
—A mí la Highsmith que me interesa es la de El diario de Edith.
—Ese es un libro que me ha influenciado mucho y que tiene que ver con El final del bosque. Ojalá se me haya pegado un poquito el estilo, pero la idea de un ámbito cerrado con esa mujer donde todo pasa por su cabeza está también en mi novela. Me gusta que el lector sepa más que los protagonistas. Me gusta mucho la figura del narrador al que no le podemos creer, que es dudoso…
—Pues en La mujer de Isla Negra, la otra novela publicada en España, y que he leído, usted es una mentirosa a manos llenas.
—(Risas) Una decisión muy importante a la hora de adentrarse en una historia es quién la va a contar. Eso cambia por completo la novela. Yo he tenido que reescribir una novela entera porque no acerté a la primera con el punto de vista más adecuado. Ya decía Henry James que la ficción es una casa con muchas ventanas y hay que elegir por cuál debemos asomarnos. Y para El final del bosque tuve muy claro que la narradora debería ser la hermana mayor, Lola, y contarlo todo desde su cabeza.
—¿Cuál es su nombre?… María… ¿Qué más?
—María de los Ángeles, y no lo he usado nunca completo, para tristeza de mi madre.
—Creí que se llamaba María Dolores.
—Esa es la protagonista. La protagonista, que no soy yo.
—Ya, pero tiene muchas cosas en común: la misma edad, la misma profesión de editora, tres hermanos, un hijo, Borges, y si seguimos escarbando seguro que encontramos más similitudes.
—Eso sí, pero no soy yo, pese a lo que pueda parecer.

María Fasce acaba de obtener el premio Café Gijón de Novela con El final del bosque. Foto: Elena Palacios
—Volvamos al principio. Empezó a trabajar como periodista en Buenos Aires, y fue muy importante su encuentro con Abelardo Castillo, uno de los escritores más apreciados en su tiempo. Mantuvo con él una serie de conversaciones sobre su obra y sobre la literatura en general, y de ahí salió el libro El oficio de mentir (muchos años después Vargas Llosa escribirá La verdad de las mentiras). El libro, firmado por Abelardo Castillo, llevaba el subtítulo de Conversaciones con María Fasce.
—Fue mi primer libro publicado. Fue importante, pero a Abelardo Castillo le debo, sobre todo, mi oficio de editora, que casi me gusta más que el de escritora. Si siempre tuve muy claro que quería escribir, nunca, hasta ese momento, pensé en la edición. Abelardo me sugirió que trabajara para Emecé, la editorial donde publicaba Borges. Yo tenía mis dudas, pero me convenció. Me dijo: “Tú sabes leer bien y hablas cinco idiomas. ¿Qué más se necesita?”. Y tuve la fortuna de entrar editando y contratando. Allí estuve en contacto con Sigrid Kraus…
—La futura editora de Harry Potter.
—Y con ella aprendí muchísimo.
—De Emecé pasó a Planeta, donde editó libros de cocina y antologías de poesía, y de ahí saltó a Santillana, que tenía, entonces, el sello de Alfaguara. Sé que hizo traducciones, pero no me queda claro cuándo.
—Siempre traduje poesía para mí, y en mi época de periodista fragmentos de textos o los diarios de viaje de Henry James. Luego, en Alfaguara, me propusieron traducir a Patrick Modiano.
—Antes de que fuera Premio Nobel.
—Fue Más allá del olvido, una novela extraordinaria. Todo un privilegio. También traduje a Proust…
—¿No sería En busca del tiempo perdido?
—No, no (asustada). Fueron notas sobre la lectura.
—Ah, es que lo otro es caza mayor y un enorme desafío, una aventura de muy largo aliento. No sé si conoce a Estela Canto.
—Obviamente.
—Estela Canto fue la gran pasión de Borges, y también la traductora —para la editorial Losada— de los seis tochos (le faltó el último) de En busca del tiempo perdido.
—Eso no lo sabía.
—Sí, fue años después de Pedro Salinas, que sólo tradujo tres títulos. Algunos dicen que la versión de Estela Canto es superior a la del poeta de la Generación del 27.
—¡Ah!
—Estaba en Santillana (sede argentina) cuando apareció su primer libro de cuentos, La felicidad de las mujeres, que en España publicó Destino. ¿Qué influencias se perciben en esos relatos?
—Ojalá se notara la de esos autores que siempre me ha gustado leer: en primer lugar Chéjov, y los grandes cuentistas norteamericanos: Carver, Flannery O’Connor, Cheever, Lorrie Moore, Hemingway desde luego…
—¿Y los cuentistas de su tierra?
—La obra de Borges resulta tan imponente que es imposible imitarla sin caer en la caricatura. Lo que me maravilla de Borges es la precisión del lenguaje, que también está en los cuentistas norteamericanos citados. Quizás si tuviera que elegir entre mis paisanos, de quien me siento más cerca, o me gustaría acercarme, es a Bioy Casares y a Felisberto Hernández.
—¡Hmm!… El uruguayo de Nadie apaga las lámparas.
—Enciende: Nadie encendía las lámparas.
—Ah, claro. Mejor así.
—Son dos cuentistas que tienen cierto extrañamiento y cierto humor, que me gusta mucho.
—Yo no he visto humor en sus novelas, aunque sea un humor esquinado, como se ha comentado por ahí.
—El humor es algo tan personal…
—Ahora llegamos a un gran momento de su vida. Al gran cambio. Es el año 2002, cuando se viene a vivir a España. Creo que coincide con la enorme crisis económica argentina, el corralito…
—Sí, sí, pero no fue por eso exactamente por lo que me vine. Es cierto que de alguna manera influyó. Fue un momento terrible para el país: en mi editorial hubo muchos despidos, yo tenía en la cabeza mi primera novela, me acababa de pelear con un novio, fue una ruptura muy dolorosa…

María Fasce, que nació en Buenos Aires, se vino a vivir a España en el 2002. Foto: J. M. Plaza
—Demasiado para salir tan precipitadamente del país.
—(Risas) Yo tengo el lema que dice: lo que no te mata se hace libro. Y de esa ruptura salió una novela. En aquel entonces tenía una gran tristeza y el país era como un eco de esa tristeza; así que decidí tomarme un año sabático para escribir, y ahí descubrí que la escritura y la edición me iban a acompañar el resto de mi vida. No podía dejar de ser editora. Lo intenté, pero se me resistía, y le pregunté a mi jefe si tenían algo para mí en España, ya que Santillana pertenecía entonces al grupo Prisa. Lo tenían, y me dije: “Perfecto, así me escapo de la tristeza”. Algo que es constante en mi vida y que también tienen algunos de mis personajes: para alejarte del dolor basta con trasladarte a otro lugar.
—Tengo apuntado aquí, debajo del título de El final del bosque, como si fuese un subtítulo: la mujer que escapaba.
—(Risas) En realidad esa definición puede aplicarse a muchos de mis cuentos y de mis novelas. También a mi vida.
—Así que llegó a Madrid en el año 2002 para sacar adelante una colección de clásicos contemporáneos que saldrían con El País.
—Llegué y empecé a trabajar. Venía de una Argentina en crisis, donde una persona hacía de todo. Me acuerdo bien que fue 30 de junio, y todo el mundo se iba de vacaciones. Estaba sola y me puse a escribir las contraportadas, a hacer las correcciones, a revisar las galeradas… En fin, no parar. Y cuando los demás regresaron me dijeron: “¡Pero si esto no lo tenías que haber hecho tú!”.
—Bueno, lo hizo para olvidar.
—Fue el mejor modo de escapar de mi tristeza: regresar a una ciudad que conocía y no había vivido, y tener el privilegio de ocuparme de esos cuarenta títulos maravillosos. Además, había acabado mi primera novela, La verdad según Virginia.
—La novela se publicó en Argentina, no aquí; pero antes, y eso es lo que extraña, salió en Francia. ¿Qué es lo que pasó?
—Había terminado el original. Mi agente, Guillermo Schavelzon, que había sido mi director en Planeta, mandó el manuscrito a Gallimard. Gustó y lo publicaron en francés. Y como suele ocurrir, si tienes éxito fuera es más fácil que te reconozcan en tu país. Así que la novela fue importante, se habló mucho de ella y se tradujo a varios idiomas.
—Un año clave en su vida, ese 2002. Bueno, ya 2003.
—Sí, porque ese año, además de salir mi primera novela, tuve un hijo.
—A esa novela le han seguido cinco más. ¿No ha vuelto a publicar en Gallimard?
—No. A ver si tengo suerte con la última… Ahí se ve lo azaroso que es el mundo editorial, porque yo quiero creer que no empeoré demasiado.
—Ese comentario sería propio de nuestro amigo Borges (Risas). Además de esa novela, ¿hay alguna relación de usted con lo francés?
—Estudié en Francia con una beca a los 22 años, y también fui invitada a una residencia de tres meses cuando salió mi primera novela. Mi cultura es francófona y la literatura francesa para mí es una referencia permanente, lo mismo que el cine francés.
—Ya ha citado a su hijo, pero nos hemos olvidado de su marido.
—Ah, sí. Lo conocí en una fiesta de la Virgen de la Paloma. Era colombiano y vivía en Barcelona, por eso dejé Madrid. En Barcelona nace mi hijo y empiezo a trabajar en la editorial Edhasa.
—O sea, que se fue a Barcelona por amor.
—Eso es.
—Después se separaría. Imagino que a los cinco años.
—Sí.
—¿Sííí?… Lo he dicho a bulto, pero había muchas posibilidades. Al fin y al cabo, el amor dura cuatro años, según el título de esa divertida novela de Frédéric Beigbeder.
—Sí, a los cuatro o cinco años.
—También lo había sospechado por sus libros.
—Yo no hago autoficción, pero si uno lee mis novelas puede seguir un poco el hilo de mi vida. En ellas siempre hay un punto muy personal, que es como el detonante. El resto es invención.
—¿Todo?
—Hay algo en mis libros que me da un poco de miedo: cosas que salen de mi imaginación y acaban siendo proféticas. Por ejemplo, en mi vida yo nunca pensé tener un hijo, y en La verdad según Virginia la protagonista es madre. Además tiene una relación sentimental con un colombiano, como yo, y aún no había conocido —faltaban años— a mi exmarido. Son como sueños premonitorios.
—En ese libro, Virginia es una mujer insatisfecha, algo que suele ser normal, y se desahoga con el baile y el sexo. Me llama la atención que el baile esté tan presente en sus novelas.
—En la última novela no. No hay baile en absoluto.
—Pero sí sexo. Por cierto, hay pocos escritores que sepan narrar escenas de sexo. En Estados Unidos, como sabrá, se concede o concedía un premio a la peor escena de sexo, y lo han ganado renombrados escritores. Usted no creo que logre ese premio, porque sabe describir muy bien, y con su medida justa, esas escenas. Lo podemos apreciar en El final del bosque y también en La mujer de Isla Negra.
—Gracias. Las escenas de sexo son difíciles para la literatura y para el cine, por eso muchas veces se recurre a la elipsis. Para mí supone un desafío intentar hacerlo dignamente. Un escritor que escribe sobre sexo magistralmente es John Banville, a quien tengo el privilegio de editar.
—¿Y lo del baile?
—No sé por qué le sorprende lo del baile. El baile para mí es un complemento permanente, y casi lo opuesto al trabajo intelectual. El baile es lo sensorial.
—Claro, la literatura es encerrarse, y el baile abrirse.
—El baile, sobre todo el tango, permite algo tan preciado como es la abolición del pensamiento, que otros encuentran por medio de la meditación. Yo ahí he sido incapaz. Ese bombardeo de olor, de música, de cuerpos, de movimiento… hace que el pensamiento se desactive. Y es lo que necesitamos los que trabajamos con la mente, o lo que necesito yo en particular.
—El tango tiene mucho que ver con el sexo, con el cuerpo.
—Es un cliché, pero tiene algo de verdad. De alguna manera, el tango es lo más parecido al sexo que se puede hacer vestido.
—En su trayectoria literaria se cuela, y me sorprende, una obra de teatro.
—Una directora argentina, Gabriela Izcovich, que había leído mi primer libro de cuentos, me sugirió hacer una obra de teatro, y yo le propuse la fusión de dos relatos, Celos y El mar, que es como se titula la obra. Fue representada en Barcelona y Buenos Aires, y me gustó mucho la experiencia.
—Sin embargo, no la ha repetido.
—Bueno, no depende de mí.
—Estamos siguiendo su cronología, y después de Barcelona vuelve a Buenos Aires para regresar a Madrid. Ese paréntesis argentino se me descoloca un poco.
—En Barcelona las cosas no iban muy bien: yo quería volver a Buenos Aires…
—La mujer que escapaba.
—Eso es, pero hice un pacto con mi marido: viviríamos un año en Arcos de la Frontera, un pueblo que le gustaba mucho, y luego nos iríamos a Buenos Aires. Y así fue. De ahí también salió, por supuesto, una novela.
—Seguro que Dos extraños. ¡No me diga más!
—A pesar de todo, fuimos juntos a Buenos Aires y allí nos divorciaríamos.
—¿Siguió trabajando en la edición?
—Por supuesto. Era directora editorial del cono sur del grupo Norma, que ya ha desaparecido, pero a los pocos meses me llamó Amaya Lezcano para entrar en Alfaguara. Así es como regresé a Madrid. Y hasta hoy.
—¿El ir a Buenos Aires precipitó su crisis de pareja?
—Eso son cosas complicadas de explicar y sería como hacer un poco de psicoanálisis.
—Bueno, ya lo veremos en Dos extraños. Por cierto, ¿por qué esa novela, que fue premiada en Argentina y resultó una de las finalistas del Nadal, no se ha publicado aún?
—Ya se publicará. Es la ventaja de ser editora. Soy paciente.
—Algo que los escritores no somos.
—La revisé hace unos meses con una residencia que obtuve en Málaga, y ahí está, a disposición de los editores.
—¿Por qué no la lleva a alguno de sus sellos? En Lumen creo que encajaría bien.
—Desde muy joven me prometí no publicar en editoriales en las que trabajo, y hasta ahora lo he conseguido.
—Una novela que me interesa mucho, y que no he podido leer, es La naturaleza del amor, que se publicó en el 2008 en Argentina.
—Esta novela reúne, de algún modo, el fracaso amoroso que me hizo venir a Madrid, y recoge mi experiencia en Barcelona. Lo que suelo hacer como escritora es tomar un tema, una disciplina, en la que profundizo y me permite cifrar el argumento que voy a contar. En esa novela es la alquimia.
—¿La alquimia como seudociencia o como la unión de dos cuerpos?
—Todo. La principal historia de amor de la protagonista es con un alquimista. Aquí no es sólo el amor, sino también la gestación: la piedra filosofal es el hijo que nace de los dos. La novela sucede casi íntegramente en Barcelona.
—Y ya una vez que la llaman de Alfaguara, se asienta definitivamente en Madrid. Ahí es cuando escribe La mujer de Isla Negra, que publicó Alianza, y que trata sobre Pablo Neruda y sus dos últimas (tuvo tres) esposas.
—La idea de ese libro es muy antigua. No la pensé como una novela sobre Neruda, sino sobre su relación con su segunda mujer, la argentina Delia del Carril, y con la que entonces era su amante, Matilde Urrutia. Eso me permitía hablar de la infidelidad, del matrimonio, de la naturaleza de la mentira… Me intimidaba la parte histórica, y había hecho una primera versión sobre Neruda sin Neruda, que quedó, y así me lo dijo mi agente, muy desdibujada, porque se notaba de quién estaba hablando. Así que finalmente reescribí la novela desde el punto de vista de una adolescente, la hija de la mucama, que además es… Bueno, mejor leerla.
—Sí, sorprende porque es una muchacha, casi una niña, quien observa y narra esas escenas de infidelidad y de sexo.
—Decía Borges, al que siempre cito, que es bueno contar una historia como si no se entendiera del todo, y esto es lo que le pasa a esta narradora. Ella es la puerta de acceso para el lector, pero no acaba de entender lo que ve. Así que el lector tiene que sacar sus propias conclusiones.
—Sus protagonistas suelen ser editoras; bueno, también hay una ilustradora.
—Es algo que hacen otros autores, como Philip Roth o el propio Murakami. Me preocupa la verosimilitud de la historia y que el trabajo del lenguaje no se note, y esa conciencia del lenguaje la tienen sobre todo personajes dedicados a la escritura. Me parece que la prosa que yo escribo (en primera persona) es más propia de un personaje que está en contacto con la literatura, aunque no me gusta la meta-literatura. Todo ello me permite desarrollar teorías y citar títulos y autores…
—Ahora por fin —sí, ¡por fin!— vamos a entrar en lo que más le interesa, y que ha sido la excusa para esta conversación: su novela recién publicada y con la que ha ganado el premio Café Gijón.
—¡Vamos!
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Antes que nada vamos a recordar las palabras del jurado sobre la novela premiada: “…una obra de indudable solvencia formal y de innegable vuelo estilístico, que indaga en asuntos como el desarraigo, la frontera entre la razón y la locura o las servidumbres y miserias familiares, al tiempo que perfila el marco de un dilema moral donde sus protagonistas, tres hermanos reunidos en un espacio, una casa en un bosque que los devuelve al misterio y fascinación de la infancia, buscan el modo de reconciliar sus contradicciones sin destruir el acervo de una memoria sentimental compartida”… Una parrafada que tal vez no sea la más propicia para animar a un desprevenido lector.
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—Creo que cuando escribe siempre tiene una serie de novelas a su alrededor que la acompañan. ¿Cuáles han sido las de El final del bosque?
—Sí, es algo que suelo hacer. En este caso concreto hablaría de Elena Ferrante, Natalia Ginzburg, Murakami, Emmanuel Carrère, John Banville, Annie Ernaux, sobre todo la de Pura pasión, Patricia Highsmith…
—Y ya que hemos hablado de ella, ¿cuáles serían los libros de referencia en La mujer de Isla Negra?
—Aparte de todos los que leí sobre Pablo Neruda para conocer bien la historia, yo diría que Nabokov, Flannery O’Connor, Margaret Atwood… Tengo libros particulares para cada una de mis novelas, y luego está una pléyade de autores que siempre me acompañan. Son como una especie de ilusión, de que haya un proceso de ósmosis.
—Por si se le contagia algo. Seguro que le dan calor.
—Inspiración. Me inspiran. Son mi santoral. Yo no creo en los santos, pero sí en los grandes autores.
—El final del bosque es su novela más ambiciosa, la más compleja y la más difícil, y por cierto —y se lo decimos al lector—, está escrita en argentino con el vos, la pileta y las bombachas. ¿Cómo brotó la chispa que lo encendió todo?
—Es muy curioso el proceso de esta novela. De algún modo surgió de un sueño, una pesadilla en el 2020. Soñé que estábamos mis dos hermanos y yo en el bosque de nuestra infancia en Mar del Plata; me asomaba a la ventana y veía un hombre tendido en la calle bajo la lluvia, aparentemente muerto.
—Una visión que es igual que la primera escena de la novela.
—De ahí salió. Y yo tenía la sensación —por eso era una pesadilla— de que o mis hermanos o yo teníamos algo que ver con esta muerte. Me desperté, lo apunté y me dije “aquí hay una novela”, y me volví a dormir.
—¿Quería indagar el misterio de aquella visión?
—Sí, yo escribo novelas para entender algo. Esa imagen que vi en el sueño cifra un conflicto que el lector tiene que desentrañar y que yo, como autora, orquesto y organizo. Esa primera escena, me dije, es clave, porque hay un crimen…
—También hay un perro que ladra…
—Había varios elementos a tener en cuenta: Lola —una protagonista muy particular—, un complejo tema familiar, y también algo que me interesa mucho, que es el silencio, el silencio en la familia y, por extensión, en la sociedad. Hay cosas de las que no hablamos.
—Me acuerdo bien que Javier Marías decía que le inquietaba todo lo que no conocemos de la gente que conocemos.
—Eso podría ser un epígrafe para mi novela, y es también la gran apuesta que me hice. Con esta novela me propuse un triple desafío: sorprender en la trama, que hubiera giros constantes; sorprender en los personajes, ya que cada uno de ellos esconde una revelación, y sorprender en el lenguaje.
—Ese es uno de los aspectos que quería destacar: el uso de un lenguaje claro (la compleja sencillez, que diría Borges), pero tocado por la varita mágica del asombro y la expresividad, al incluir pocos, pero muy sorprendentes y certeros adjetivos, y escasas pero memorables metáforas o comparaciones.
—Es una de mis obsesiones. Por ejemplo, lo que más me fascina de García Márquez, y en este sentido se parece mucho a Borges, es la capacidad que tiene de generar sorpresa en el propio lenguaje: incluir un adjetivo totalmente inesperado, pero necesario. Eso es un trabajo laborioso de la última capa de corrección, al que dedico mucha atención: quitar. Puedes dar con una gran imagen, pero si al lado incluyes otra igual, la anulas. Todo ello lo tengo muy en cuenta al final, justamente para que no se note, para que haya una cosa que no resalte demasiado.

María Fasce es editora de Lumen y Alfaguara y autora de seis novelas. Foto: J. M. Plaza
—Me gusta su cuidado del lenguaje, ya le he dicho, y la claridad. No de lo que se dice, sino de cómo lo dice, ya que la novela resulta bastante confusa.
—Todo ha de ser coherente. El final del bosque es una novela confusa, como dices, porque el tema es confuso: la locura es confusa; y también está la idea del bosque, algo oscuro, que puede funcionar como una metáfora de la locura. Y en esa búsqueda de precisión, de definir los contornos de la realidad, de lo que está pasando, transcurre la novela. Otra historia podría ser más clara, pero aquí la ambigüedad es necesaria.
—Tendré que volver a leerla otra vez. Nabokov decía que las novelas (supongo que las buenas novelas, las que están escritas, no redactadas) no son para leer, sino para releer. En una primera lectura uno se entretiene con la trama y no se aprecia su verdadero valor. En la suya me temo que sucede lo mismo. Una vez que la has acabado, y ya te has hecho una idea aproximada del paisaje general, es necesario empezar de nuevo para volver con otra mirada hacia los breves capítulos, que no están puestos ahí al azar. Una vez que se conoce el dibujo del puzle, las piezas sueltas cobran otra dimensión.
—La apuesta es siempre que la forma y el fondo configuran una unidad. Esa estructura, un poco confusa y como de yuxtaposición, en la mente de la protagonista opera así. Para Lola, pasado, presente, recuerdos, pesadillas, obsesiones… forman parte de la misma realidad.
—Ya, pero el lector se siente apabullado.
—Me gusta que el lector se sienta apabullado.
—Por cierto, ya que la novela, como hemos acordado, es confusa, ¿podría dar al lector algunas claves para entenderla mejor, para moverse por ese bosque sin demasiados tropiezos?
—Prefiero que cada uno entre a su aire y por su cuenta. Mi lector ideal se internaría en mi novela como va al cine ver en una película de David Lynch, y creo que la fotografía de cubierta da un poco esta idea. Uno sale de Carretera perdida y no sabe muy bien lo que pasa; uno sale de Mulholland Drive y se dice: “Creo que la tengo que volver a ver”. Eso es algo que sucede en pocas películas. Me gustaría, por lo tanto, que el lector entre en mi novela sin tratar de entender demasiado. Quizás, más que entender la trama, ojalá, la novela pueda impactar, sorprender, emocionar. Sí, emocionar.
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Hemos de comentar, entre paréntesis, que esta charla tuvo lugar horas antes de que se diese la noticia del fallecimiento de David Lynch, tan presente en la conversación. Y hasta es posible que el director de cine cerrara los ojos en esos momentos.
***
—El libro se lee bien, pero uno parpadea y tiene que estar preguntándose: “¿Esto qué es?”.
—Nunca tuve la intención de hacer una novela oscura, compleja o pretenciosa, pero sí me pareció que esa estructura era coherente con lo que estaba contando. Es una descripción de una protagonista muy particular, y también de lo que pasa en las familias y en esa sociedad. Creo que toda esta historia se entiende dentro de un país que ha vivido una dictadura, donde se callan muchas cosas. No hay que olvidar que el otro gran tema es la pasión amorosa, y cuando uno está en una pasión amorosa tampoco la entiende demasiado. Además, está el asunto de la muerte de los padres y de cómo afecta a sus hijos y al futuro de la familia.
—Sí, la relación de la protagonista con sus padres, y también con su hijo, son como un estribillo o una obsesión que se esparce mansamente por las páginas. Creo que la relación padre e hijo es la más fuerte que existe.
—Yo también, y eso es una constante en mis novelas. La pareja y los amigos los elegimos, pero ni los hijos ni los padres se pueden elegir, y eso te marca de por vida. Incluso aunque no te hables jamás con ellos. No te puedes escapar. Es el gran tema, lo sé. Tampoco soy original en eso.
—En su novela se habla también de morir de amor y matar de amor, pero… Bueno, se nos amontonan las preguntas y el tiempo ya es escaso. Atajaremos. Quería hablarle, antes de que se me olvide, del asombro del lector a la mitad de libro: la segunda parte empieza con una investigación policial; uno cree que se ha metido en una novela negra, pero al cabo de un rato el asunto se desvanece y pasamos a otra cosa. La llegada de esos dos policías que preguntan es como una especie de vía muerta.
—A ver… ¿Cómo decirlo para no hacer spoiler?… Al final se resuelve el caso, pero yo no quería hacer una novela negra. Ten en cuenta el país donde sucede la historia. No es casual que en la novela negra argentina, donde tenemos grandes autores, como la propia Claudia Piñeiro, nunca sean los policías los que resuelvan los asuntos. En mi novela parece que el caso queda empantanado, y eso es verosímil, porque así pasa en la realidad.
—Supongo que la fotografía de portada es anterior a la novela, porque hay un capítulo en el que se describe exactamente la imagen tal como la vemos en el libro.
—En mi novela uno de los personajes claves —Ernesto, el vecino— es fotógrafo. En las escenas con la protagonista se habla de fotografía y se mencionan nombres de grandes fotógrafos. La foto de portada la tuve muy presente a la hora de escribir, igual que las películas de David Lynch, y de hecho tiene una atmósfera similar. Para Lola esta foto es muy importante, ya que se siente identificada con esa mujer que está suspendida, como muerta. Así que le pedí a Ofelia Grande (Siruela) que comprara la foto, y me hizo caso.
—Me sorprendía que una editora al frente de tantos sellos tuviese tiempo y fuerzas para escribir novelas, con todo lo que conlleva. Ahora lo entiendo, porque más o menos ya lo ha revelado cuando dice que trabaja de editora 24 horas al día, pero también —sospecho— trabaja paralelamente como escritora durante esas 24 horas.
—Exacto. Es más, yo te diría que soy al mismo tiempo editora, escritora de novelas y escritora de cuentos, que tienen otro proceso. Durante la gestación de una novela, que es un periodo muy amplio, se me ocurren ideas sueltas para los relatos, y su ventaja es que el cuento, como un poema, te llega entero y en un fin de semana escribes la primera versión. El proceso de una novela es muy distinto y fascinante: de pronto te viene una idea, como esa imagen de la portada, que luego se encripta, y poco a poco empiezas a vislumbrar la estructura y vas descubriendo la historia. Tengo cuadernos de notas de los personajes, de los escenarios, de todo; la casa del bosque, por ejemplo, que es inventada, la conozco tan bien como si hubiese vivido en ella. Porque esa novela ha estado conviviendo todo el tiempo conmigo.
—La entiendo. Y cualquier cosa de la realidad cotidiana se puede aprovechar para la historia. Es algo que los novelistas sabemos.
—Casi te diría que yo no distingo la idea de escribir una novela, de vivir una pasión amorosa o de editar a un autor que me fascine. Son tareas igualmente intensas y absorbentes. Un requisito fundamental de todas ellas es el entusiasmo. No concibo otra manera de trabajar en la literatura. Y ese entusiasmo me permite encontrar tiempo para todo. Además, son cosas muy complementarias.
—Decía usted, y lo tengo aquí apuntado, que la edición es como el enamoramiento. Tiene mucho que ver con el flechazo, con el descubrimiento. Es editora de tres sellos. ¿Qué características tienen cada uno?
—Veo una gran similitud entre el mundo de la moda y el de la edición, y sería bueno que el lector reconociera los sellos, que son como las marcas. Todo el mundo sabe lo que son Gucci, Prada, Chanel, y los sellos editoriales funcionan de la misma manera. Alfaguara, que cumplió 60 años, tiene una trayectoria en la que entra la literatura internacional, los premios Nobel, poniendo especial énfasis en la literatura en español… Y lo que yo hago con la gente de mi equipo es recoger esta herencia y continuarla. Además, cada vez que aparece un gran libro, que es distinto, de alguna manera abre una nueva línea.
—¿Por ejemplo?
—Cuando me llegaron Carmen Mola, Pierre Lemaitre o Joël Dicker surgió Alfaguara Negra. Era una línea que no estaba en el sello, pero originó una nueva colección. Lumen fue fundada por Esther Tusquets en los sesenta con una vocación —y ahí fue vanguardista— de potenciar la literatura escrita por mujeres en un momento en el que no lo hacía nadie. Pero no es exclusivamente femenina. Está Virginia Woolf, pero también están Borges o Umberto Eco. Y Esther fue la primera en reconocer la importancia de Quino y publicar las tiras de Mafalda tras ser rechazadas por Carlos Barral. Esa enorme herencia de clásicos, de grandes autoras y de novela gráfica y de poesía, está presente hoy en Lumen.
—Si quita a Borges, hay pocos hombres ahora en el catálogo.
—Bueno, tenemos a Colm Tóibin, a David Grossman…
—¿Y cuáles son las características de Reservoir Books? Para mí es como un cajón de sastre. Soy incapaz de visualizar su identidad.
—Es un sello fundado por Claudio López de Lamadrid, que ya cumplió 25 años, y donde la colección más icónica es la novela gráfica. Tenemos el ejemplo y el éxito de Persépolis. El sello también tiene una colección de novela negra, otra de ficción y de no ficción, en donde están Pedro Almodóvar, David Lynch… Podemos decir que Reservoir Books es el sello, entre comillas, más joven de Penguin.
—Quería hacerle una crítica, si no le importa. No sé si le va a gustar.
—¡Vamos!
—Me parece una incoherencia que en un tiempo en el que las mujeres tienen más facilidad para publicar que los hombres —y ese es un dato— se impulse un premio destinado sólo a escritoras.
—A ver, la intención de Lumen fue recuperar el premio que había creado Esther Tusquets.
—Sí, pero tenía sentido en aquel momento. Entonces era coherente y vanguardista. Ahora no. Ahora es una redundancia y, como tal, innecesaria y hasta ofensiva (para las mujeres).
—Bueno, nos lo podremos plantear. De momento, lo hemos recuperado tal como ella lo planteó.
—No lo veo muy claro. Si realmente hubieran respetado el espíritu de Esther Tusquets y no el pie de la letra, tendrían que haber convocado un premio para los marginados editorialmente, que si entonces eran las mujeres, ahora lo son los varones de cierta edad. Un premio para hombres mayores de 50 años sería lo valiente y la verdadera innovación en estos tiempos de Instagram. ¿No se dice que, a diferencia de la poesía, la novela es un oficio de madurez? Lo demás es arrimarse al sol que más calienta, perdóneme. Y eso es lo que han hecho con el premio Lumen de novela para mujeres.
—No descartó que en un futuro cambie su esencia.
—Usted dijo que un editor tiene que leer mucho y tiene que saber leer el mercado, algo que me parece muy interesante.
—Sí, el editor ha de conocer lo que está pasando. Ahora hay muchísima información y sabemos exactamente qué libros se venden. Es una foto de la realidad editorial. Esa lectura del mercado te permite pensar que estamos en un momento en que los lectores se centran en lo que nos sucede, y aparecen fenómenos como Patria, como Ordesa, y junto a ellos estamos viendo un nuevo florecer de la literatura en español. Estos últimos años han sido de los más brillantes y fructíferos en cuanto a autores y novelas. No nos podemos olvidar del auge del género negro y de la ciencia ficción. De esta manera, leyendo el mercado, el editor entiende lo que está pasando. Y no queda ahí…
—¿No?
—Paralelamente le llegan al editor una serie de obras que no conectan con esa tendencia, pero son interesantes porque pueden llegar a configurar la siguiente tendencia. La moda no se puede imponer, sino que parte de un gran libro que genera una serie de libros similares.
—Es el caso de Millennium y el auge posterior de la novela negra nórdica.
—Exactamente. Un editor lee mirando lo que está pasando y lo que puede llegar a pasar.
***
Si el paciente lector ha llegado hasta aquí se habrá dado cuenta de que esto no es una entrevista al uso sobre un libro que acaba de sacar determinado autor, sino una especie de tanteo de lo que hay —de la persona que hay— detrás del uniforme de editora de María Fasce. Hemos seguido su trayectoria vital y literaria, y nos hemos detenido en sus circunstancias y novelas —en todas menos en una— para tratar de entenderla un poco. Y esa persona de detrás de la editora se nos ha convertido, de pronto, en personaje. Un personaje que intuimos —aún se ve borroso: setenta minutos no dan para más—, y que a alguien le podría empujar a escribir una novela, que —obviamente— se titularía La mujer que escapaba.
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