No a simple vista
Un país extranjero El signo de los tiempos No me había dado por pensar en él hasta que, hace unos meses, el escritor Recaredo Veredas colgó una fotografía en su perfil de Instagram. Mira que he pasado veces por aquí, mira que llama la atención, y sin embargo nunca hasta ahora había reparado en su... Leer más La entrada No a simple vista aparece primero en Zenda.

Un país extranjero
Estuve aquí hace cuarenta años y nunca había vuelto a rondar estas latitudes del callejero, así que me sorprende hallar en el paisaje urbano que poco a poco se va desvelando ante mis ojos un sentimiento de familiaridad que sólo puedo calificar de extraño. Reconozco la casa al primer vistazo, con tanta nitidez que no termino de fiarme de mis recuerdos y la fotografío y se la envío a las únicas personas que aún pueden identificarla para que me confirmen que, en efecto, es ésa. No imaginaba que mi memoria hubiese fijado con tanta consistencia las secuencias dispersas e inconexa de aquellos días, los que pasé instalado aquí con mis padres en un verano remoto, impelido como estaba mi padre a pasar una o dos semanas en Madrid por una obligación no sé si profesional o académica o mitad y mitad. Me detengo ante la tapia que protege la piscina en la que estuve a punto de ahogarme y me pregunto cuáles de las ventanas de la primera planta se corresponderán con el piso donde vivía aquella prima de mi madre que nos dio cobijo y cuyo perro ―un mastín del Pirineo albino y hermoso que respondía por Morgan y me venía a despertar cada mañana― me dio un merecido mordisco en el culo después de una jugarreta que le hice. Paso por la boca de metro en la que se iniciaban o se terminaban nuestros periplos por una ciudad en la que yo nunca había estado y que me pareció una cosa gigantesca, inabarcable, y tampoco me es extraña la placita presidida por un kiosco de prensa y rodeada por terrazas en las que nos sentamos alguna que otra vez al caer la tarde. Es éste un anochecer más frío que aquéllos, pero encuentro en el cielo la misma luz declinante, el sol que va a ocultarse tras el viejo palacio que se alquila como sede para eventos y de cuyo patio me expulsa un guardia de seguridad en cuanto cruzo el portón que lo separa de la calle. Cerca de allí, una placa cuenta que en una finca colindante se alojó Napoleón en diciembre de 1808, y no están muy lejos los míticos Buñuel, aquellos estudios de Televisión Española que visité a principios de este siglo para asistir como público a un concurso cuyo nombre he olvidado y que presentaba Ramón García. Se entrevé al fondo el perfil de las torres de la plaza de Castilla, que aún no estaban allí cuando yo estuve y que han quedado ahora arrumbadas por sus vecinas mastodónticas de la antigua Ciudad Deportiva. Paseo por estas calles por las que anduve jugando a rehacer unos pasos imposibles de reconstruir, como el viajero que regresa mucho tiempo después a una ciudad lejana en la que pasó un breve periodo pero que, por una u otra razón, se quedó anclada a su biografía, descubriendo una vez más que en ocasiones el pasado cobra el aspecto de un país extranjero.
El signo de los tiempos
No me había dado por pensar en él hasta que, hace unos meses, el escritor Recaredo Veredas colgó una fotografía en su perfil de Instagram. Mira que he pasado veces por aquí, mira que llama la atención, y sin embargo nunca hasta ahora había reparado en su presencia. El edificio Galaxia intenta ocultarse tras la plaza de Moncloa, pero su altitud y las letras que coronan su azotea sobresalen por encima de la construcción cilíndrica que aloja la oficina municipal que atiende los asuntos del distrito. Quiero decir que se localiza con mucha facilidad a poco que uno distraiga su mirada por los alrededores, pero hasta ahora jamás había llegado a cruzarse con la mía. El bloque no tiene nada de particular, más allá de las negritudes de su historia: en la cafetería que se abría en sus bajos, y que llevaba el mismo nombre del inmueble, conspiraron allá por 1978 un grupo de militares, entre los que se encontraba el inefable Tejero, con la intención de dar un golpe de Estado que derrocara a Adolfo Suárez e impidiera el referéndum que, a finales de ese año, desembocaría en la aprobación del texto constitucional que pondría el definitivo punto final al régimen franquista. Me acerco por ver si aún sobrevive el establecimiento, por más que la intuición y la experiencia anticipen una respuesta que constato en cuanto los bajos del bloque quedan ante mis ojos. Donde una vez estuvo aquella cafetería Galaxia hay ahora una franquicia de comida mexicana que, como ocurre siempre, es perfectamente intercambiable por cualquier otra de su especie. No me cuento entre quienes arremeten de continuo contra los envites del progreso ni creo que cualquier tiempo pasado fuese mejor por norma general, pero a veces no puedo negar que esta nueva época incurre en un fenómeno de vulgarización involuntaria consistente en homogeneizar lo que una vez fue único y particular y distintivo. Si los conspiradores de entonces tuvieran que reunirse hoy en día, no podrían hacerlo en torno a tazas de café o copas de coñac, sino alrededor de tacos del pastor y cochinitas, tal vez con una cerveza de importación acompañando. La estampa me hace sonreír: queda mucho menos solemne, pero sin duda se adecúa más a la talla de sus propósitos.
En el Ateneo
Vuelvo al Ateneo Republicano de Vallecas cuando ha transcurrido casi un año exacto desde mi primera visita y encuentro un detalle que me pasó inadvertido entonces: un cartel en asturiano que se hizo famoso allá por los ochenta y que cubrió unas cuantas paredes en el Mieres de mi infancia. Lo hago notar y nadie había reparado en ello ―es decir, que todos entendían el mensaje perfectamente―, lo que no deja de ser una demostración más de que poco obstáculo supone en realidad la diversidad lingüística que caracteriza a este país nuestro. Pero disquisiciones aparte, el afiche contribuye a acentuar la hospitalidad de un espacio que sabe acoger al forastero y envolverlo en una comodidad que resultaría inverosímil si no la hubiese conocido hace doce meses. Me encuentro a amigos nuevos y viejos que vienen a verme o acuden atraídos por el programa del que formo parte, y la tarde se va en una sucesión de conversaciones joviales y promesas de reencuentros inminentes. Ignacio Marín está contento porque el festival que empezó a coordinar hace tres años va cobrando forma y ganando adeptos, y Paco Pérez me confía su expectación ante una novela que publicará a finales de este año y que leeré en cuanto caiga en mis manos. Víctor llega desde Collado Mediano y nos damos un abrazo que es la prolongación de las risas que compartimos en Gijón. Recuerdo con Maca nuestras andanzas este último verano en San Lorenzo del Escorial, en las inmediatas vísperas de mi mudanza, y Carmen me cuenta de las broncas que va teniendo con los borrachos que hasta altas horas de la noche irrumpen en griteríos en el bar que hay frente a su casa. Me alegra especialmente encontrar a Rafael Massa, que viene desde Uruguay con su mujer, Gabriela, y me pide que relate para ella las vicisitudes y penalidades de mi estancia en Montevideo, hace algo más de cinco años, unos pocos días de frío glacial y diluvios constantes en los que poco pude ver de la ciudad más allá de lo que alcanzaba a contemplar desde la ventana de mi cuarto en el hotel. «Vengan a ver lo que no quieren ver», cantaba Luis Pastor en una canción refiriéndose a este barrio, que es el suyo, y hay ciertamente mucho que ver en Vallecas, aunque para ello haya que implicarse porque las cosas que aquí valen la pena no son de ésas que se puedan apreciar a simple vista.
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