Lo que exigimos a las novelas: las superficies de Muriel Spark

Fui a Roma sobre aviso, con el espíritu sagaz de una detective. Sabía que la llegada de Spark a la ciudad a finales de los años 60 había resultado impactante para la autora, quien en un artículo de reflexión sobre su estancia allí diría que «Es prácticamente imposible vivir en Roma sin habitar su historia... Leer más La entrada Lo que exigimos a las novelas: las superficies de Muriel Spark aparece primero en Zenda.

May 8, 2025 - 01:29
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Lo que exigimos a las novelas: las superficies de Muriel Spark

Cuando vivía en York fantaseaba con unirme a los ghost walks, paseos en los que, durante poco más de una hora, guías con disfraces kitsch convertían las calles de la ciudad en escenarios de historias escalofriantes. En el Dublín de Joyce me entretuvo ver, desde la distancia, a turistas que seguían los pasos de Ulises como si fueran al encuentro del personaje. Una tarde que visité la casa-museo de las hermanas Brönte y los páramos que la rodean, imaginé a Catherine y Heathcliff y casi distinguí en la distancia el viejo edificio de Cumbres Borrascosas. No me es del todo ajena, pues, la sensación de encontrar resquicios de la ficción en un espacio real, ni la satisfacción de percibir un espacio real mediado por una novela que he leído. Por eso, hace unas semanas, anticipando un inminente viaje a Roma, decidí que durante mi visita releería un par de novelas de Muriel Spark, —una autora a la que he dedicado mucho tiempo de lectura y estudio, pero ningún viaje—, y seguiría los pasos de sus personajes por la ciudad.

Fui a Roma sobre aviso, con el espíritu sagaz de una detective. Sabía que la llegada de Spark a la ciudad a finales de los años 60 había resultado impactante para la autora, quien en un artículo de reflexión sobre su estancia allí diría que «Es prácticamente imposible vivir en Roma sin habitar su historia y sentirse superado por la belleza». La ciudad, entendí yo, había despertado en ella una sensación inconfundible para una escritora: había algo novelístico, novelesco, en el ambiente, algo que yo también quería ver. La Roma del arte, la belleza y la religión era un escenario que exigía ser puesto por escrito, en concreto en las dos novelas de la autora que transcurrían allí: La imagen pública (1968) y El asiento del conductor (1970).

"Fantaseando con transitar un espacio novelesco, con encontrar el escenario de esas historias, durante mi visita alterné la lectura con un recorrido atento de la ciudad"

Fantaseando con transitar un espacio novelesco, con encontrar el escenario de esas historias, durante mi visita alterné la lectura con un recorrido atento de la ciudad. Muy predispuesta, caminé durante cuatro días con mirada frenética, buscando las esquinas y los callejones en los que los personajes se movían. Lo menos importante de todo esto, tal vez, es lo que sucede en esas historias, salvo por un apunte: en ambas novelas, las protagonistas están en Roma de paso, tan envueltas en sus obsesiones y neurosis, víctimas de la violencia soterrada tan típica de la narrativa de Spark, que la ciudad, lejos de brillar o tomar protagonismo, se atenúa, como si no quisiera molestar. Roma aparece como una tela que simula claroscuros y juegos de perspectivas pero que, con un poco de brisa, se ondea y deshace la ilusión.

Lo que me sucedió al alternar esos paseos con la lectura fue algo que, ahora, no me sorprende tanto: no encontré lo que estaba buscando. Es evidente que el paso del tiempo y el turismo masivo no generan ese aura novelesca, o que solo pensando en un lugar a través de la ficción o recordando cómo era en el pasado —mediante, esto es, la idealización— los sitios nos parezcan mágicos. Pero ese no era el verdadero problema. Aunque no leo buscando una representación fiel de la realidad y sé detenerme antes de exigirle a un libro que refleje el mundo de forma fiel, yo esperaba que Spark hubiera puesto todas las herramientas de las que disponía al servicio de la ilusión de que yo, como cualquier lector, podía estar allí mismo, en Roma, acompañando a sus protagonistas. No pude evitar pensar que el problema era de las novelas, ¿por qué ese retrato deslavazado de una ciudad tan magnífica?

"Me di cuenta de que la ciudad que le interesaba a Spark no era una que recorrer con sus libros en la mano, tampoco una que se pudiese reconocer"

Me di cuenta de que la ciudad que le interesaba a Spark no era una que recorrer con sus libros en la mano, tampoco una que se pudiese reconocer. ¿Qué esperaba encontrar yo? ¿Con qué Roma quería toparme? Al pasear por la ciudad entendí que lo que había captado Spark a la perfección era una sensación —paradójicamente real— de caminar por la superficie de un lugar sin llegar a habitarlo, de deslizarse por el hielo de un lago congelado y marcharse antes de que la grieta nos haga caer en lo profundo del agua oscura. Hacer de Roma un escenario de cartón-piedra tenía mucho más sentido para Spark que perseguir ese reflejo fiel y detallado. Narrar la superficie de la ciudad no suponía para la autora una inversión de la profundidad en favor de lo superficial, sino una renuncia total a esa dualidad absurda de que una novela o bien es profunda y detallista, o bien superficial y vacua. La Roma que construyó Spark nada tenía que ver con la Roma que ella vivió, ni con la que podría visitar ningún turista. No es que Spark no supiese construir Roma con detalle y realismo, es que simplemente no le interesaba. Lo que yo buscaba en la Roma de las historias de Spark y mi consecuente decepción decía más de mí que de las novelas.

Cuando leemos un espacio en la ficción podemos, sin ninguna duda, sentir que estamos ante algo que existe fuera del propio libro, un lugar que sirve de modelo, e incluso podemos embarcarnos —¡qué placer!— en viajes para visitar esos lugares. Pero más que encontrar una confirmación externa de que lo que hemos leído es así, lo más interesante de leer una novela es esa ilusión de realidad —que no certeza—, una realidad que tiene la consistencia y la textura de las palabras. Leer ficción es desarrollar esa tolerancia a habitar no lo que existe, sino lo que podría existir. La generosidad en la lectura, tal vez, consista en la flexibilidad de permitir que el texto nos lleve por su camino y que no estemos constantemente quejándonos de que hay otro sendero, una forma mejor de hacer las cosas. Es solo entonces cuando podemos apartar juicios absurdos y dejar de exigir a las novelas cosas que ellas, simplemente, no quieren hacer.

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