Linda Lovelace, musa olvidada de la revolución sexual
Ahora bien, considerando que las actrices referidas anteriormente no fueron más que la inspiración del softcore —aquella pantalla erótica, sin sexo explícito, de los años 70—, imagine el lector cuál fue la condena para Linda Lovelace. Convertida en reina del hardcore —el porno duro, con planos insertos de penetraciones— tras el estreno de Garganta profunda... Leer más La entrada Linda Lovelace, musa olvidada de la revolución sexual aparece primero en Zenda.

La toxicomanía de Sylvia Kristel, el desequilibrio de Laura Antonelli, la ruina final de Marisa Mell… Vista la suerte que aguardaba a tantas musas del destape cuando dejaron de atender a las exigencias del guion, se vistieron y se despidieron de aquella cartelera, tan representativa de los años 70, cualquiera diría que fue entonces cuando se atendió a las maldiciones que se pronunciaron contra ellas, como las del profeta Elías contra Jezabel, por mostrársenos desnudas en el apogeo de su esplendor. Los juramentados contra actrices tan entrañables como aquellas, en nombre de la sempiterna moral, debieron dar por sentado que alguna fuerza suprema atendió a sus imprecaciones y, llegado el momento, castigó el pecado de aquellas musas de Venus con su destrucción.
Como casi todas aquellas actrices, ilustración para los reprimidos en los días de la revolución sexual —que, arrancada en 1960 con la aprobación de la primera píldora anticonceptiva, se prolongó a lo largo de toda la década, alcanzando su apogeo en la siguiente—, Linda Lovelace, al final de su efímera y singular estrella, con la ola de puritanismo que trajo en los 80 la era Reagan, se arrepintió de sus procacidades. Más aún: ya andando en aquel renovado recato que a comienzos de los 80 acabó con todos los peep shows, clubes de striptease y demás establecimientos sicalípticos y libidinosos que, para solaz de los solitarios, animaban los aledaños de Times Square, Linda Lovelace se convirtió en toda una feminista radical. Abanderada de la antipornografía en el mandato del antiguo galán hollywoodiense, un renacer del puritanismo al que fue a sumarse el recato que, mediada la década, trajo la expansión del SIDA, la antigua reina del porno perdió entonces el favor de los afectos a estas películas en la misma medida en que se ganó el de sus detractores. Con el tiempo, tanto sus antiguos compañeros en aquel “cine del retozo” como los correligionarios en la nueva fe dejaron su cadáver para pasto de los perros, como los eunucos el de Jezabel.
Para Linda Lovelace, como para el común de las actrices que ilustraron con sus cuerpos gloriosos la revolución sexual, cuando volvieron los puritanos y las moralistas no hubo perdón. Lovelace se prestaba a debates televisados abiertos a todo tipo de públicos muy modosa y calmada, como si hubiera asistido a una revelación. Nada que ver con el apasionamiento de cuando lo que defendía, en todo tipo de foros, era la pornografía. Mas, en ambos casos, siempre había mujeres que desconfiaban de ella: no se creían que hubiera rodado sus fantásticas felaciones con una pistola apuntándole a la cabeza. Sin embargo, ella aseguraba: “Cuando ven la película Garganta profunda están viendo cómo me violaban. Es un crimen que este filme continúe exhibiéndose; había una pistola apuntando a mi cabeza toda la filmación”.
Al no haber legislación ni jurisprudencia alguna para semejantes producciones cuando Garganta profunda se estrenó en 1972, la interdicción a la exhibición de la cinta dependía de cómo interpretase las distintas libertades el juez correspondiente frente a la sesentena larga de querellas interpuestas por asociaciones para la salvaguarda de la moral. Así, mientras en unas salas se cancelaba la proyección, esa misma prohibición era el mayor reclamo publicitario en las salas donde sí se exhibía. En los múltiples juicios que se abrieron contra Linda Lovelace, la actriz llegó a ser apoyada públicamente por Jack Nicholson, Warren Beatty, Shirley MacLaine, Richard Dreyfuss, Colleen Dewhurst, Rod McKuen, Ben Gazzara, Mike Nichols o Julie Newman, entre otros grandes de Hollywood, Broadway y la antena catódica estadounidense. Linda y Damiano se vieron frente a distintos jueces y, cuando Bob Woodward y Carl Bernstein llamaron Garganta Profunda al informante de las corruptelas y miserias de Richard M. Nixon durante el escandalo Watergate, la cinta ya formaba parte del debate nacional estadounidense. Personas de toda condición social, no solo los solitarios que frecuentaban los tugurios de los aledaños de Times Square, se jactaban de haberla visto. Es más, haber asistido a una proyección de Garganta profunda se convirtió en un signo externo de modernidad.
Sí señor, aquellos eran los días en que la prensa echaba a los presidentes corruptos. Pero también eran aquellos en que, en las sociedades occidentales —a excepción de las escandinavas y acaso la francesa— el sexo, prohibido y obviado durante siglos —desde que la primera pareja se escondió para copular— como placer, estaba lleno de incógnitas. Era lo más normal del mundo que, dentro del matrimonio, se practicase a oscuras y con el único fin de procrear. Agnès Poirier, en su documental Garganta profunda: Cuando el porno salió del gueto (2022), sostiene que, incluso en los Estados Unidos de la píldora, se empezó a hablar de la sexualidad femenina ya andando la revolución sexual. De hecho, el clítoris era una suerte de mito impreciso.
Así las cosas, Damiano se desempeñaba como peluquero de señoras mientras soñaba con hacer películas en Hollywood, pero como esas cintas escandinavas de divulgación sexual, que a él mismo le gustaba ver en salas marginales, donde se proyectaban para deleite de los onanistas. Eso era lo que había cuando, escuchando a sus clientas hablar de sus deseos insatisfechos, alumbró un argumento delirante: una mujer, ardiente y liberada sexualmente, no consigue satisfacer su furor. Hasta que, visitando a un supuesto ginecólogo, éste le descubre que tiene el clítoris en la garganta. Ante semejante panorama, la joven, que responde al nombre de Linda —probablemente Damiano dio al personaje el nombre de la actriz que lo iba a interpretar—, comienza a practicar unas fantásticas felaciones. Tanto que “garganta profunda” sigue siendo el nombre que recibe la excelencia en el sexo oral.
Linda Lovelace era la hija de un policía de Nueva York. Madre con tan solo 20 años, su propia madre, la abuela de su hijo, sin su consentimiento, dio al bebé en adopción. Nunca habría de volverle a ver. Tiempo después, mientras convalecía de un accidente automovilístico, conoció a un tipo que hacía fotos pornográficas a las chicas para venderlas personalmente en los sex shops, y se casó con él. El pornógrafo respondía al nombre de Charles Traynor y la cameló bien camelada. No mucho después comenzó a prostituirla y a rodar cortometrajes hardcore, incluso para el hardcore habitual: zoofilia, lluvia dorada… Con todo, lo que convenció a Damiano de que Linda era su actriz fue su prodigiosa forma de succionar en aquellos cortometrajes. Traynor, que llegó al reducido equipo de Damiano como operador de cámara, se vio convertido entonces en representante, además de marido y otra cosa, de la primera actriz.
Parece ser que Damiano contó con 24.000 dólares que le dejó la mafia, de los que Linda cobró 1.200, que se quedó íntegramente su marido. Un año después de su estreno, Garganta profunda, que desde sus primeras proyecciones se convirtió en un fenómeno de masas, había recaudado más de seis millones de dólares en Estados Unidos. Aunque su protagonista partió con su marido y otra cosa, defraudó todas las esperanzas que pusieron en ella en el año que duró su singular estrella. Divorciada de su proxeneta en 1973, le acusó de obligarla a ejercer la prostitución, entre otros crímenes.
Convertida en feminista radical, Linda Lovelace hizo más porno, tres o cuatro títulos que pasaron desapercibidos, y escribió libros de divulgación de la felación. Algunas de sus compañeras en la vindicación feminista la apoyaron en un primer momento. Finalmente, mientras Garganta profunda empezaba a ser proyectada en las filmotecas del mundo entero —yo la vi en la de Madrid, en una de aquellas sesiones, organizadas tras la muerte de Linda en 2002, que llenaban el Doré—, su protagonista era puesta en duda tanto por las feministas como por las protagonistas del nuevo porno.
Garganta profunda sigue siendo uno de los pocos filmes pornográficos de los que se habla en los círculos cinéfilos. En una revista española tan exquisita como Contracampo, Vicente Ponce la situaba la primera de la terna presidencial del género, seguida de Tras la puerta verde (James y Artie Mitchell, 1972) y El diablo en la señorita Jones (Gerard Damiano, 1973).
Sin embargo, no creo que estas glorias le sirvieran de mucho a Linda cuando, lejos de los hombres y del mundanal ruido, había conseguido llevar una vida anónima y tranquila, escribiendo diferentes versiones de su autobiografía. Finalmente parecía haber encontrado el equilibrio, Pero un accidente de circulación se lo quitó prematuramente, en Denver (Colorado) en 2002.
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