Canícula del verbo morir

Otros, se hacen gran reportero, empuñan la cámara. Van de una guerra a otra, y de ahí sacan novelas, como el americano Hemingway. El irlandés Beckett, que se las codeó con Joyce, decía que la vida es un caos entre dos silencios. Que sólo hay dos certezas: una es saber que has nacido, y la... Leer más La entrada Canícula del verbo morir aparece primero en Zenda.

May 7, 2025 - 06:12
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Canícula del verbo morir

Hacemos lo que podemos, con lo que podemos. Algunos terminan pinchando horas en una aseguradora, y de ahí sacan libros aterradores, que te dejan tumbado, como los de Kafka. Faulkner se las apañó también como pudo, siendo cartero, pintor de brocha gorda, dependiente de librería, portero de prostíbulo, un sinfín de oficios de poca mota, todos ellos regados con bastantes botellones, para pasar el mal trago.

Otros, se hacen gran reportero, empuñan la cámara. Van de una guerra a otra, y de ahí sacan novelas, como el americano Hemingway. El irlandés Beckett, que se las codeó con Joyce, decía que la vida es un caos entre dos silencios. Que sólo hay dos certezas: una es saber que has nacido, y la segunda, saber que has de morir. Y, así sin rumbo vamos. A veces un vagabundo se te cruza de por medio, como le pasó a Samuel, ahí por Montparnasse, y le clava, sin razón, un cuchillo a escasos centímetros del corazón.

"Y así, ya bordeando el abismo, escribes algo imposible, un júbilo, una jabalina, que plantas en el corazón del olvido. De un zarpazo, le rajas la cara a la muerte"

No hay fórmula, no hay reglas, el rey, como escribe Michon, viene cuando le da la gana. Y luego, un día, con suerte, te cae encima la vejez. Te transformas en un ser de lejanía, alejado de todos, de todas, mientras el espanto sube como el agua en un pozo. Estás hundido en esa soledad del toro cuando irrumpe en el ruedo, la gran diferencia con el animal es que tú sabes lo que ahí te espera, pero eres igual que él, cuando te paras y miras a los ojos de la cámara, de los tenderos, y lo que ahí brilla es oro. Porque hasta el final, lo quieres reventar el capote, clavar las aspas en las estrellas, por eso meneas el rabo, escupes humo.

Y así, ya bordeando el abismo, escribes algo imposible, un júbilo, una jabalina, que plantas en el corazón del olvido. De un zarpazo, le rajas la cara a la muerte. Es lo que acaba de hacer Pierre Michon, con J’écris l’Iliade, Escribo la Ilíada. Lo hace con la alegría del que sabe que no hay vuelta atrás, que puedes, tienes que quemar todos los navíos, que este es el último asalto, con casco puesto, con el escudo empuñado, la espada levantada. Lo sabes, no queda otra que lanzarse contra la muralla, no queda otra que darlo todo, bailar, escribir hasta la sangre.

"La escritura no es un ejercicio de peluches ni para caniches. Es algo salvaje, que te debería, cuando es literatura, poner los pelos de punta"

Y ahí lo tiene dándole un último brochazo a su leyenda, en una despedida alegre, erótica, sin tapujos. No tiene piedad de nada ni de nadie, incluso de ese autor venerado que es él mismo, metiéndose de manera descarada con esa figura del autor, de la obra, a cada página está el estilo, apabullante, un bullicio de verbos, de frases que te dejan tirado, y te levantan al siguiente tropiezo. El júbilo alcanza su cúspide cuando, ya en los últimos capítulos, va echando a la hoguera todos los libros que ha amado, que han hecho lo que ha llegado a ser, uno de los escritores más fuertes que hayan dado las últimas décadas.

La escritura no es un ejercicio de peluches ni para caniches. Es algo salvaje, que te debería, cuando es literatura, poner los pelos de punta. Lo deberíamos hacer siempre erguido, como el que da el asalto, como el que amarra contra el tronco, la gaita, la jabalina, el escudo, lo que sea para que la vida no se queda quieta. Es lo que acaba de hacer el dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, en el Collège de France, en París, con un puñado de lecciones que te dejan boca y abierta. Es lo que acaba de hacer el Caravaggio en el año de jubileo, en una retrospectiva en Roma que reúne casi todas sus obras.

Para tumbar la muerte no necesitas una armada. Solo un libro, una novela, una tragedia, o un lienzo. Y ahí la tienes desangrándose por el monte, con el rabo entre las piernas. Cierto volverá, pero no hoy, no mientras estemos vivos. Y el arte es lo que hace, nos mantiene en vida, se nos abraza al cuello, se nos mete por los ojos, por la boca, como un beso, como un cielo, como la canícula del verbo morir.

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