Yo no estoy muerto

Por lo visto no les salió bien la jugada y estos textos terminaron por afianzar aún más esos temores y creencias con respecto a los no muertos y su afición por la carne fresca. Este ensayo, además, sirvió como inspiración para autores como Bram Stoker o Lovecraft. Y aunque entiendo lo de Drácula, no me... Leer más La entrada Yo no estoy muerto aparece primero en Zenda.

May 3, 2025 - 23:19
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Yo no estoy muerto

Hace unas semanas leí un libro de lo más extraño. Se llamaba De la masticación de los muertos en sus tumbas, de Michael Ranft. Lo editaba La Felguera. Me encanta esa editorial. Hace unos años, mientras investigaba para HMC, la conocí con otro libro: El ejército negro, de Servando Rocha. ¡Qué maravilla! El caso es que el libro de la masticación es una especie de ensayo publicado originalmente hace unos cuantos siglos y creo que nadie lo había traducido al castellano hasta ahora. Al parecer, se publicó para desmitificar algunas supercherías y creencias relativas a los muertos que revivían y regresaban para asesinar a su familia y vecinos. El autor quería acabar con el miedo y la superstición de toda esa gente crédula. ¿Cómo? Con pruebas científicas y argumentos filosóficos. De ese modo, dejarían de pensar que los vampiros y/o los zombis eran reales. Aunque, bien pensado, quizá no había un catálogo tan extenso sobre monstruos como lo hay hoy en día gracias al cine y la literatura. El argumento fantástico ha ido evolucionando a lo largo de los últimos siglos. Imagino que zombis, vampiros y lo que fuese terminaban por confluir en lo mismo: muertos que resucitan para comerse a los vivos.

"Yo no sabía ni que había fallecido. Me aparté unos pasos e intenté dialogar con él. Al fin y al cabo, lo conocía del pueblo aunque no hubiera hablado mucho con él"

Por lo visto no les salió bien la jugada y estos textos terminaron por afianzar aún más esos temores y creencias con respecto a los no muertos y su afición por la carne fresca. Este ensayo, además, sirvió como inspiración para autores como Bram Stoker o Lovecraft. Y aunque entiendo lo de Drácula, no me termina de quedar claro qué tienen que ver los muertos vivientes con los Primigenios, los Dioses Antiguos y el terror cósmico. Creo que Howard Phillips trascendió lo terrenal hasta otro plano dimensional, lo cual, para su época, fue todo un acto de valentía. Y, por qué no decirlo, sentó un muy buen precedente para el terror actual. Pero, volviendo a La masticación de los muertos en sus tumbas, he de decir que me han sorprendido las disertaciones. Me han parecido más actuales y avanzadas de lo que cabría esperar de un libro de 1728. Muy interesante el modo en que aborda los procesos físicos y los cambios que se producen en el cuerpo una vez que alguien muere. Me apabulla la perspectiva de un pasado que, leyendo el libro, no me pareció tan distante. Y bueno, la cantidad de referencias bibliográficas son alucinantes. Muchas de las obras que se mencionan habrán desaparecido o, como poco, será casi imposible dar con ellas. Eso, en cierto modo, refleja nuestro carácter efímero. Tanto de nosotros, como personas/autores, como de nuestro legado. ¿Qué quedará de nosotros cuando hayamos muerto? En España se publican miles de libros al año. Muchos de ellos pasan sin pena ni gloria. De algunos escritores, premiados en el pasado, hoy ya no queda ni el eco de su nombre. Somos fugaces, hiperbreves, perecederos.

Y todo esto, casi tal cual, se lo comentaba yo hace un rato a Roberto. Me abordó por la calle mientras iba caminando al súper. Al principio no le entendí una palabra; balbuceaba como si tuviera la boca llena de algodón. Y olía a rayos; estaba podrido. Bueno, no del todo. Aún. Se encontraba en pleno proceso de descomposición. Yo no sabía ni que había fallecido. Me aparté unos pasos e intenté dialogar con él. Al fin y al cabo, lo conocía del pueblo aunque no hubiera hablado mucho con él. De las fiestas de los berberiscos y eso. Encontrarse con alguien así es mucho menos grato que hacerlo con un espectro. Los fantasmas no huelen. El olor que despedía Roberto era muy desagradable. Y, por mucho que yo intentaba separarme de él, no dejaba de acercarse. Era obstinado.

"Cuando llegó la ambulancia, por las caras de sus ocupantes vi que no era la primera vez que se encontraban en esa tesitura. Igual hasta conocían a Roberto"

Fijándome bien en él, no sé ni cómo lo reconocí. Porque no quedaban de él ni los andares. Tenía las ropas rasgadas, le faltaban algunos dientes y el pelo se le había descolgado en mechones, algunos de los cuales se le habían adherido a los hombros de la chaqueta. Aquel traje, en su día, debió de ser de los mejores de su armario. Ese con el que iba a bodas, bautizos y comuniones. Sus ojos hundidos aún se veían húmedos, pero no había vida en ellos. Llamé al 112. Les expliqué lo que estaba sucediendo. Y mientras llegaban, le hablé del libro de Ranft. Quizá para darle a entender que él no debía estar aquí, que lo de que los muertos se levanten de sus tumbas es un mito. «Pero yo no estoy muerto», me dijo. «Pues claro que no», le dije, un poco para hacer tiempo y no contrariarlo. Los dientes que le quedaban estaban ennegrecidos y, lo más preocupante, había restos de carne entre ellos. La barbilla y le pechera estaban manchadas de sangre seca. Podría ser sangría, pero no olía a vino. De eso estoy seguro.

Cuando llegó la ambulancia, por las caras de sus ocupantes vi que no era la primera vez que se encontraban en esa tesitura. Igual hasta conocían a Roberto. Todos llevaban mascarillas, así que, si me preguntasen, no podría dar una descripción que ayudase a identificarlos. Lo que sí sé es que no olían mejor que el muerto. Ni tenían mejor aspecto, dicho sea de paso. Fueron parcos en palabras. «Gracias, ya nos ocupamos nosotros», dijo la médica. Al apoyar su mano en el hombro de Roberto, me di cuenta de que tenía las uñas rotas y llenas de mugre, tierra y, tal vez, sangre. Aquello me preocupó. A Roberto apenas lo conocía, pero su familia merecía saber qué había pasado. Así que alargué la mano y di un paso al frente. Quería saber dónde lo llevaban y todo eso. El enfermero se interpuso y me retuvo mientras la médica ayudaba a Roberto a subir a la parte trasera de la ambulancia. «Gracias, ya nos ocupamos nosotros», repitió como un autómata. Apoyó su antebrazo en mi pecho y, al hacerlo, del puño de su manga cayeron gusanos y otros bichos, retorciéndose hambrientos. Me aparté asqueado, levanté los brazos y me di por vencido. «Bueno, pues ya está», les dije. Lo último que recuerdo es que subieron a la ambulancia y, antes de que pudiera decir nada más, salieron a toda prisa con las luces y la sirena puestas. No sé más. Al llegar a casa regresé al libro de La Felguera. Busqué los cabos sueltos, los flecos de aquella verdad que se me escurría entre los dedos. Me sobrevino entonces la imagen —y con ella el asco— de los gusanos retorciéndose sobre el dorso de mi mano. Cerré el libro como quien cierra la caja de Pandora. Y del mismo modo, me dije que no lo volvería a abrir, no fuera que, al final, terminara por creerme todo lo que dice.

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