Los 100 primeros días del poder sin límites de Trump tienen en vilo al mundo

En estos primeros cien días, Donald Trump se ha comportado como si no existieran límites a su poder. Ha atropellado derechos básicos, transgredido normas y llevado a cabo acciones de dudosa constitucionalidad. La entrada Los 100 primeros días del poder sin límites de Trump tienen en vilo al mundo se publicó primero en Ethic.

Apr 28, 2025 - 11:51
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Los 100 primeros días del poder sin límites de Trump tienen en vilo al mundo

Hace unos meses nos preguntábamos si la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos podía representar una amenaza real para la democracia americana.

Varios indicios hacían pensar que sí. En 2020, Trump no aceptó su derrota electoral. Y no se trató solo de declaraciones retóricas: intentó subvertir el resultado mediante acciones concretas, presionando y amenazando a funcionarios públicos para que no certificaran los resultados. Cuando esa vía fracasó, alentó una insurrección popular que culminó en el asalto al Capitolio.

Posteriormente, en la campaña de 2024 anunció que, si ganaba, perseguiría a sus enemigos políticos, una amenaza sin precedentes en democracia donde la estabilidad depende del consentimiento de los perdedores y de que la derrota no implique costes excesivos.

Por lo tanto, incluso antes de su victoria en 2024, ya había señales claras de que Trump podía suponer un riesgo para el orden democrático, incluso en su versión mínima: aceptar los resultados electorales.

¿Es el de Trump un gobierno democrático?

¿Se han confirmado esos indicios tras cien días de gobierno? Para valorarlo conviene precisar que la definición estándar de democracia no solo incluye la celebración de elecciones, sino también la protección de los derechos civiles y políticos y el imperio de la ley.

Aunque el saber convencional suele asociarla con el gobierno de la mayoría, la democracia no es simplemente un sistema que habilita a las mayorías a gobernar. Es también un sistema que impone límites al poder de la mayoría. Esta no puede vulnerar los derechos de las minorías ni transgredir la ley, que existe, entre otras cosas, para garantizar esos derechos.

Los límites institucionales al poder de la mayoría se concretan en lo que se conoce como «instituciones contramayoritarias», llamadas así precisamente porque tienen la capacidad de bloquear decisiones respaldadas por una mayoría si estas violan los principios constitucionales o los derechos fundamentales.

Entre estas instituciones destacan los tribunales de justicia, y en particular el de más alto rango –el Tribunal Constitucional o la Corte Suprema–, encargado de velar por el cumplimiento de la Constitución.

También cumplen un rol esencial los medios de comunicación, en la medida en que pueden denunciar y visibilizar los abusos del poder. El papel del Congreso como salvaguarda democrática es más ambivalente: con la creciente disciplina de partido, ha evolucionado de ser un poder fiscalizador a uno cada vez más subordinado al ejecutivo.

Pues bien, en estos primeros cien días, Donald Trump –que se cumplirán el 30 de abril– se ha comportado como si no existieran límites a su poder. Ha atropellado derechos básicos, transgredido normas y llevado a cabo acciones de dudosa constitucionalidad. Entre otras cosas, ha ordenado deportaciones masivas de inmigrantes en situación irregular, accedido a bases de datos con información protegida de empleados federales y despedido arbitrariamente a funcionarios públicos. También ha desmantelado agencias clave como USAID –Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional–, colocado a personas leales –y de dudosa competencia– al frente de instituciones públicas y amenazado a despachos de abogados con causas penales en su contra.

Además, ha perseguido y amenazado a rivales políticos, deslegitimado a medios de comunicación, atacado a universidades y ha desobedecido órdenes de jueces federales y estatales.

Todo esto no solo resulta inédito en una democracia que se creía sólida –una de las más estables del mundo, precisamente por la fortaleza de sus instituciones y medios independientes–, sino que reproduce patrones observados en otros países que han transitado de democracias plenas a regímenes autoritarios competitivos, como la Hungría de Orbán o la Turquía de Erdoğan.

¿Dónde han quedado esos contrapesos institucionales tan sólidos y alabados?

Para cualquier observador familiarizado con la política estadounidense y su sistema de «controles y equilibrios»–sistema que vela por la separación de poderes característica del Estado de derecho–, la perplejidad es mayúscula. ¿Dónde han quedado esos contrapesos institucionales tan sólidos y alabados? Creímos que eran robustos, pero Trump ha demostrado que su eficacia dependía, en última instancia, de la voluntad política de respetarlos.

Esta constatación lleva a una reflexión más profunda. Primero, no existen verdaderos poderes contramayoritarios capaces de frenar eficazmente a un líder popular si sus abusos cuentan con el respaldo de la mayoría. En la práctica, las instituciones contramayoritarias solo pueden imponerse a los gobernantes si estos lo aceptan. La capacidad de resistencia de estas instituciones está condicionada por el consentimiento de quienes detentan el poder político y cuentan con legitimidad popular.

Segundo, el único freno real al poder de los gobernantes lo ejerce la ciudadanía, al menos en aquellos sistemas donde aún puede decidir en las urnas. Esta idea remite al clásico artículo de Barry Weingast, que plantea que el respeto a la ley y el equilibrio democrático son posibles únicamente si los gobernantes anticipan una reacción ciudadana frente a cualquier abuso.

En otras palabras, el cumplimiento de las normas depende de un equilibrio autoimpuesto: los gobernantes obedecen porque temen que la ciudadanía se rebele si no lo hacen. Pero si esa amenaza deja de ser creíble, los incentivos para respetar las reglas también desaparecen.

El problema de esta lógica es que la ciudadanía tiene importantes limitaciones para ejercer un control efectivo sobre el poder. A esto se suma que los gobernantes pueden desplegar estrategias deliberadas para dividirla. Por ejemplo, pueden lograr que sus abusos beneficien a una parte significativa del electorado –ya sea mediante la distribución de rentas, prebendas o apelando a identidades polarizadoras–, asegurándose la lealtad de ese segmento y reduciendo así el riesgo de una revuelta generalizada. En ese escenario, la amenaza se diluye, y con ella, el principal freno al poder.

Posibles escenarios para frenar su autoridad

De todo esto se deriva una conclusión inquietante: la única forma de frenar la deriva autoritaria de Trump es que su base de apoyo se erosione. Y esto podría suceder, en teoría, bajo dos escenarios principales.

El primero, un enfrentamiento con el Tribunal Supremo que implique una desobediencia abierta por parte de Trump. Pero, llegado el caso, cabe preguntarse: ¿qué hará la ciudadanía si Trump ignora una decisión del tribunal? ¿Se movilizará? ¿Será suficiente? Dudoso. No solo porque los temas institucionales quedan lejos de las preocupaciones cotidianas de la gente.

La única forma de frenar la deriva autoritaria de Trump es que su base de apoyo se erosione

También porque la lejanía ofrece una clara ventaja a Trump para construir una narrativa que mantenga a sus votantes convencidos de la culpabilidad del Tribunal. Hasta ahora, los seguidores de Trump han demostrado un apoyo incondicional y una confianza ciega en su líder. Nada hace pensar que esta vez pueda ser diferente.

El segundo escenario sería una recesión económica que afecte directamente a su base electoral. El «voto económico» podría tener un efecto mayor, ya que el bolsillo sigue siendo un factor decisivo. No obstante, existe un riesgo: para cuando los efectos económicos se materialicen, Trump podría haber consolidado el control de las instituciones clave –judicatura, fuerzas de seguridad, aparato estatal– y estar dispuesto a utilizarlas para neutralizar cualquier resistencia.

En conclusión, es poco probable que, a corto o medio plazo, se produzca una erosión significativa en la base electoral de Trump que limite su poder. Un conflicto con el Tribunal Supremo difícilmente minaría su apoyo o provocaría una fractura entre sus votantes. Una recesión económica podría tener un mayor impacto, pero sus efectos tardarían en manifestarse y, para entonces, puede que las próximas elecciones ya no sean una preocupación para Trump.


Ana Sofía Cardenal Izquierdo es profesora de Ciencia Política de la UOC – Universitat Oberta de Catalunya. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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