Laúd de los acordes embrujados

Soy, dicho sea de paso, perfectamente consciente de los méritos de grandes estilistas como Ignacio Aldecoa, Gabriel Miró o el propio Cela. Pero hay algo en sus obras que pesa como una maldición sobre los hombros del lector, una sombra en la que se concentra todo el esfuerzo existencial de gentes muy humildes, con su... Leer más La entrada Laúd de los acordes embrujados aparece primero en Zenda.

Mar 3, 2025 - 07:03
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Laúd de los acordes embrujados

Recuerdo a menudo aquella frase con la que Cela debió de pensar que había logrado definir (mejor que nadie, evidentemente) el talento de Bécquer: “laúd de una sola cuerda”. La leí por primera vez con quince años, cuando leía no sólo a Bécquer sino también a Cela y descubrí, maravillado, algunos relatos suyos que se podían incluir en esa tradición que no nacía en Bécquer pero que tuvo en el poeta sevillano a su mejor cambio de agujas (metáfora en homenaje a la tradición ferroviaria de la familia de Cela). En El espejo y otros cuentos había dos relatos que sonaban en la frecuencia de ese laúd, “El espejo” y “El aullido de la charca”, algo fabulosamente vecino de Cunqueiro, de Valle y, si apuramos las semejanzas, preludio sin padrinos de Cien años de soledad. ¿Esto es mucho decir? Desde luego que sí. Pero los parecidos y las resonancias existen. Y cualquier lector en su sano juicio (es decir, en el pleno delirio de sus facultades mentales: no otra cosa hace a un buen lector) hubiera preferido al Cela que escribió sobre esas niñas encantadas, lejos de toda realidad geográfica y temporalmente verificable, que al cronista de una literatura de posguerra que se apegó demasiado a realidades y cubrió su narrativa de cenizas.

Soy, dicho sea de paso, perfectamente consciente de los méritos de grandes estilistas como Ignacio Aldecoa, Gabriel Miró o el propio Cela. Pero hay algo en sus obras que pesa como una maldición sobre los hombros del lector, una sombra en la que se concentra todo el esfuerzo existencial de gentes muy humildes, con su angustia carpetovetónica, y que aleja sin remedio a quienes no tenemos ningún deseo de que la realidad trasladada como un calco a la página escrita se convierta, incluso por unas horas, en nuestro lugar de residencia. O dicho de otro modo: empezamos a perder una literatura encantadora —en su sentido de bella hechicería— cuando ese traje de notario con polillas del “realismo social” transformó el talento de unos cuantos en una torva ventana con barrotes. Siempre admiré a los llamados “venecianistas”, en especial a los novísimos Gimferrer y Carnero, y siempre sentí un inmenso agradecimiento hacia ellos por todo lo que de fabuloso volvieron a traer a nuestra literatura a través, sencillamente, de un abigarrado modelo estético. Poemas como “Capricho en Aranjuez” (Carnero) o “El arpa en la cueva” (Gimferrer) son encantamientos que tienen entre las líneas una música conocida: hacen inesperadamente pensar en la clave medieval de las Leyendas. Desde entonces, por suerte, ha habido salvedades, muchas de ellas olvidadas para siempre entre las páginas de los más oscuros fanzines. Pero España, un país no sé si artificialmente cortado con una tijera ideológica o realmente ideológico por pura convicción de mula, parece sentirse más cómodo cuando le hablan al oído acerca de sus filias y sus fobias sociales que cuando tiene que tratar con trascendencias, motivo por el cual la literatura imaginativa ha pagado entre nosotros el duro precio de convertirse en la puta de los arroyos de un mercado convenientemente a la moda y tomado por los bárbaros. Y por bárbaros me refiero a todos aquellos que parecen convencidos de que la literatura nunca ha concernido en realidad a la belleza y debe ser tratada como un pesado y grotesco libro de reclamaciones.

"Un talento que, bajo la apariencia de las leyendas caballerescas, extrae de las influencias más modernas el secreto mejor guardado del relato de horror: el don para aterrar con el oído"

En cuanto a ese laúd: la frase es muy bella y tiene algo que parece que suena a cierto. Pero la belleza clásica del instrumento no nos puede hacer olvidar que, en la descripción de Cela, se trata de una máquina imperfecta. Permite, como mucho, el gemido del glissando, la nota cortada y una serie de arpegios graves o agudos (Cela no nos dice qué cuerda le ha dejado a su laúd). Pero los lectores, los buenos lectores de las rimas y de las leyendas, sabemos que Bécquer era muy capaz de arrancar a la lengua española prodigiosos acordes, y que no es justo retirarlo a un ángulo oscuro en el panteón de la literatura española simplemente porque, como sugiere esa frase maldita, no era un autor versátil, y se dedicó a picar siempre en el mismo jardín pisado por las ninfas y los faunos, por los caballeros enamorados, las muchachas heridas por un mal amor y los espectrales jinetes enterrados en los templos de España. Tomemos como ejemplo las páginas finales del cuento titulado El monte de las ánimas. Aquí no estamos tratando con la música evidente, aquella que se crea con las pausas y unas palabras escogidas no tanto por su sentido como por su musicalidad (a la manera de las acuarelas en francés de Jean Moréas): lo que provoca esa emoción que pulsa en el lector algo más que una sola cuerda es la escalada de toda la tercera parte del relato, exactamente después de la gama cromática —en pardos, negros y ocres— de esa recoleta escena de las viejas goyescas, contando sus cuentos de ánimas mientras el aire zumba en los vidrios del balcón. La progresión, verdaderamente magistral, del efecto terrorífico, desde el momento en que Beatriz trata de encontrar algún consuelo pensando en un Alonso vencido por el miedo (“¡Habrá tenido miedo!”) hasta esa terrible pero maravillosa simetría al final del capítulo donde la encontramos “muerta, ¡muerta de horror!”, es imposible de conseguir sin un instrumento bien afinado al que sea posible arrancar aquí y allá, entre calculados acordes, las más inesperadas notitas dispersas. Esas páginas son un modelo de belleza pictórica pero también un muestrario perfecto del talento de Bécquer, un talento que, bajo la apariencia de las leyendas caballerescas, extrae de las influencias más modernas (Hoffmann, Poe) el secreto mejor guardado del relato de horror: el don para aterrar con el oído. Esconden un mecanismo prodigiosamente ajustado para aumentar la tensión desde los planos generales —la habitación, el mundo exterior al que miramos desde las ventanas al sonar las doce en el reloj del Postigo— hasta esa toma cerrada sobre un semblante demacrado, el rostro de una joven muerta de puro horror. La manera en que Bécquer consigue ese efecto no es, desde luego, tomando un laúd averiado y haciendo gemir una sola cuerda. De hecho, parece más bien que se ha apoderado de un instrumento antiguo y le ha añadido algunas sobrenaturales cuerdas de su invención.

Ahora definamos esas cuerdas:

1) La cuerda de los graves: que va tocando las horas —“una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar”, “las doce en el reloj del Postigo”, mientras Beatriz se siente incapaz de “murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen”— y que pulsa después, en una región nueva de supergraves, la nota secreta que empuja y cierra de golpe las puertas del castillo (“Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.”)

2) Las cuerdas del silencio: “Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche, con un murmullo monótono de agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten…” Fijémonos especialmente en el murmullo del agua y en los ladridos de los perros porque van a volver a nuestro oído en un efectista ritornello.

3) La cuerda de las notas inquietantes: “La presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.” De hecho, todo a partir de que Bécquer empiece a tocar esta cuerda se convertirá en una sucesión de notas sin forma, o, por expresarlo en el lenguaje del relato, de formas que abandonan las sombras para mostrarse en nuestro mundo valiéndose de los objetos de la alcoba: las colgaduras de brocado de la puerta, la alfombra, las maderas del suelo, el reclinatorio que al parecer se mueve solo… Bécquer imagina una habitación medieval y le añade discretamente la cualidad del movimiento.

4) La cuerda de los agudos: pero agudos no en virtud de su sonido, sino del efecto que ejerce sobre los nervios de Beatriz y, por añadidura, del lector encogido sobre su libro de cubiertas negras hasta el que se extiende dicha cuerda. Para crear esa tensión de agudos, Bécquer recurre a los ruidos ya percibidos, acumulándolos unos sobre otros en una rápida sucesión: “El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.” El hecho de que no haya sonidos nuevos también crea una sensación claustrofóbica, que aumenta la sensación de encierro entre las paredes del miedo de Beatriz en su habitación.

"Naturalmente, escribo para quien ya le conoce y sabe qué maravillas va a encontrar en él... y ya de paso le pongo nombre a aquello que sentimos al leer sus leyendas pero generalmente no nos detenemos a analizar"

Bécquer detiene aquí la serie de los efectos terroríficos y permite a Beatriz un breve instante de cordura mientras la luz de la alborada aclara los perfiles de las cosas, que vuelven a ser las cosas conocidas, desprovistas de toda amenaza. Este es otro golpe de efecto que demuestra el genio de Bécquer para el relato de terror: es de día. Y es también el momento en que, por primera vez en todo el pasaje, se difunde sobre los objetos el color. Pero se trata del color “claro y blanco del día”, se trata del color pálido de las mejillas de Beatriz, se trata del color ébano de las columnas del lecho. Y en medio de ese intenso claroscuro, la pincelada siniestra de la banda azul, con señales de sangre, que esa joven arrogante y engreída había perdido en el Monte de las Ánimas, y que por amor había ido a buscar el pobre Alonso, primogénito de Alcudiel, que ha muerto durante la noche aparentemente devorado por los lobos. Aparentemente, sí. Porque nosotros sabemos otra cosa. Sabemos de los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria, caballeros sobre osamentas de corceles, que se levantan de las tumbas y persiguen a aquellos que pasan la noche de difuntos “sin poder salir del Monte de las Ánimas”. Un grandioso heredero de Bécquer, Amando de Ossorio, consiguió dar después de mucho esfuerzo con esos caballeros, y los fijó para siempre en un maravilloso cine despreciado por los mismos que miran por encima del hombro a esa literatura convertida en la puta de los arroyos que es la literatura imaginativa, aquella que mantiene las distancias con el pavoroso contaminante del “interés humano” y la “realidad social”.

He puesto uno de los ejemplos más clarificadores entre los cuentos de Bécquer para demostrar la falsedad que esconde una frase, por lo demás, tan persuasiva como la que Cela fabricó para atribuirle a uno de nuestros mayores genios de lo sublime fantástico un talento de segundo orden (el predicado exclamativo, “¡pero qué sonidos le arrancaba!”, no suena sino a paternalista concesión). Sin embargo, podría haber tomado muchas otras páginas de cualquiera de sus cuentos y habría llegado a la misma conclusión: Bécquer posee un don natural —y musical, como en el caso de Poe— para la evocación mágica. Naturalmente, escribo para quien ya le conoce y sabe qué maravillas va a encontrar en él… y ya de paso le pongo nombre a aquello que sentimos al leer sus leyendas pero generalmente no nos detenemos a analizar, sonámbulos embelesados por su polvillo de hada. Quienes no lo hayan leído aún, desde el muchachito imberbe receloso de los versos al adulto que cuando era ese mismo muchachito lo miró al trasluz de sus rimas, tienen la mejor oportunidad de hacerlo en la cuidada edición publicada por Valdemar, que cuenta con el añadido de las ilustraciones de un dibujante, Óliver Díaz, que —difícil tarea— ha sabido estar a la altura de su cometido. La selección incluye también algunos relatos que no fueron concebidos como leyendas propiamente dichas —“Las brujas de Trasmoz”—, y algunos pasajes que aparecieron en Cartas desde mi celda. Todos ellos, sin embargo, han sido recuperados en estas páginas por su terrible y encantadora oscuridad.

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Autor: Gustavo Adolfo Bécquer. Título: El Monte de las Ánimas y otras leyendas góticas. Editorial: Valdemar. Venta: Todostuslibros.

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