Emilio Lara: “En este libro he puesto todo lo que tengo y todo lo que soy”
Con una perspectiva enriquecida por las Humanidades, Emilio Lara demuestra en "Los colmillos del cielo" (Arial, 2025) que, aunque la realidad muestre sus fauces afiladas y devore los intentos de edificar un mundo idílico, la promesa de un cielo terrenal sigue siendo un motor ideológico y emocional para la humanidad. La entrada Emilio Lara: “En este libro he puesto todo lo que tengo y todo lo que soy” aparece primero en Zenda.

Las utopías han sido siempre un faro de esperanza al recrear la visión de sociedades perfectas y prometer un horizonte de igualdad y armonía. Sin embargo, cuando los paraísos terrenales han intentado materializarse, lejos de ser cielos despejados, a menudo se han revelado como «cielos con colmillos», donde el anhelado edén se ha transformado en un infierno. Con una perspectiva enriquecida por las Humanidades, Emilio Lara demuestra que, aunque la realidad muestre sus fauces afiladas y devore los intentos de edificar un mundo idílico, la promesa de un cielo terrenal sigue siendo un motor ideológico y emocional para la humanidad.
Hablamos con Emilio Lara, autor de este ensayo novelístico titulado, sugerentemente, Los colmillos del cielo (Arial, 2025).
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—En realidad, hablar de utopía es hablar de desengaño.
—Puede ser. Según se mire. Acuérdate de las monedas de la antigüedad y sus dos caras: esperanza y desengaño. La utopía es un tema ambivalente, por eso me he decidido a escribir este libro. En tiempos desesperados como los que vivimos, hacen falta ciertas dosis de utopía.
—¿Cómo nace la idea de este compendio de Utopías de la Historia?
—Nació en mí desde la juventud, cuando descubrí la figura de Tomás Moro, a los socialistas utópicos y el arte utópico de finales del XIX. Pero, sinceramente, yo me envicio en las utopías de la mano de Julio Verne.
—Pero Julio Verne no es historia, sino ficción.
—Por supuesto. Pero mira, cuando yo tenía 8 o 9 años leo, junto a los TBOs, las novelas de Verne, y con diez años escribo el primer cuento de mi vida, que se llama “Viaje a Júpiter” y que todavía conservo. Lo presenté a un concurso de mi colegio y gané el primer premio, que era un estuche para lápices. A mí aquel objeto me pareció la cosa más bonita que yo había tenido nunca. Ese cuento era, claro está, una imitación infantil de mi admirado Verne. Luego, con el tiempo, supe que Verne a su vez había sido un admirador de los socialistas utópicos. De ellos el novelista conservó una fascinación por la ciencia y la tecnología pensando que estos avances traerían un progreso ininterrumpido a la humanidad. También le quedó la fascinación por los mundos perfectos y las ciudades idílicas que llevaría, una tras otra, a sus novelas.
—Entonces decides mezclar los mundos vernianos con la Historia.
—Más que mezclarlos, me invita a reflexionar. Mi fascinación por la historia me lleva a preguntarme: “Vamos a ver, ¿qué lleva a gran cantidad del género humano a construir una utopía?”. Y sobre todo, a repetir esa búsqueda una y otra vez, pues casi todos los paraísos utópicos han terminado siendo un infierno. Como te digo, yo quería reflexionar sobre esos intentos históricos; cuánto hay en ellos de la necesidad de esperanza y cuánto de decepción y desengaño.
—¿Te sientes un hombre desengañado?
—En absoluto. Creo que sigo siendo el hombre que he sido siempre, una mezcla de idealismo y de realidad, pero como los cócteles de James Bond: agitado, no mezclado.
—De Platón a Woodstock llevas al lector a cruzar muchas utopías. ¿Cuál de ellas ha sido para ti un nuevo descubrimiento?
—Pues una de ellas, de la que estuve enamorado de joven y al volver a leerla y estudiarla me ha vuelto a dejar KO: imagínate que yo te silbo el tema principal de aquella película, La misión. (Emilio silba unos acordes muy conocidos)
—Sí. La banda sonora era de Ennio Morricone.
—Eso. Pues cada vez que yo escucho esa banda sonora, la música de oboe se me cuela en el corazón. Esa emoción es inherente a mi admiración por las misiones jesuíticas del Paraguay. Para mí han sido la utopía más perfecta, construida hace más de 150 años en el Imperio Español y de manos de una autoría colectiva. Aquí no hubo líderes, fueron los jesuitas los que construyeron aquella teología blanda en el marco de un edén: un paraíso terrenal, que es lo que para ellos significaba el Nuevo Mundo, un lugar sin contaminar, sin guerras de religión y sin perversión social. Allí los jesuitas encontraron un laboratorio perfecto para empezar desde el Génesis y lo hicieron con una mezcla imposible y brillante de realismo y pragmatismo.
—¿Cómo definirías tu libro?
—Realmente no es un libro de historia ni un ensayo; yo diría que es un libro de las historias de las utopías desde el punto de vista de las humanidades. Es decir, yo analizo históricamente algunas de las utopías que el hombre ha intentado crear, pero desde la perspectiva de la filosofía, el cine, la literatura, la música, los viajes y de mi propia vida.
—¿Podría haber escrito este libro el Emilio Lara de hace diez años?
—Ni borracho; ni muerto. En estos años hay varios libros pensados durante mi carrera de humanidades, unos estudios que para mí fueron una auténtica epifanía. Durante la carrera, como te digo, me topé con lecturas que motivaron en mí ciertas inquietudes, una de ellas la que motivó el germen de este libro utópico. Pero yo sabía que necesitaba tiempo y recorrido literario para que este libro cuajase. Y así ha sido. Este libro se abrió paso en mí a empellones cuando yo ya había leído mucho y conversado mucho, y viajado mucho. Entonces entendí que ya tenía una voz narrativa propia como para poder escribir Los colmillos del cielo: un libro de historia o de humanidades a través de la mirada de un novelista.
—Narrativamente, es un libro “mixto”.
—Es un ensayo “a mi manera”. La voz del novelista que soy no podía quedar asfixiada; yo no quería que fuese así. Mira, yo soy un lector omnívoro: leo clásicos y novedades; ensayo y ficción. Por eso al sentarme a escribir este libro lo hice pensando en que fuese el libro que a mí me gustaría leer. Así pues, es un ensayo, pero contado novelísticamente.
—¿Cuáles son tus referencias en cuanto a la literatura ensayística?
—Mis ensayistas favoritos son los anglosajones, pues son académicos muy libres a la hora de escribir. No están encorsetados por la ortodoxia de la Universidad, sienten la obligación de que le tienen que devolver a la sociedad sus saberes de una forma divulgativa sin que ello les avergüence, y encima escriben muy bien. Además, en Inglaterra hay una larguísima tradición, desde el siglo XVIII, de que la Historia es hija de la Literatura. No la consideran tanto una ciencia social o humanística cuanto una hija literaria. Por eso escriben tan bien los condenados. Con una enorme belleza literaria. Yo quería escribir este ensayo de esa manera, donde la voz del autor, mis recuerdos, mi vida, mis gustos, todo aquello que me ha emocionado, enamorado e impactado a lo largo de la vida, tomaran partido en la narración. En este libro he puesto todo lo que tengo y todo lo que soy.
—¿Ha sido una experiencia de escritura dura?
—Bueno, ha sido compleja, pero apasionante; y esa pasión, lo bien que me lo he pasado escribiéndolo, es lo que he tratado de transmitir al lector.
—¿No te ha dado miedo el cambio de registro al ensayo después de cinco novelas?
—Para nada. Y mira, el culpable de todo ha sido precisamente este lugar: Zenda. Zenda ha sido una epifanía, pues me ha dado una libertad creativa tan grande que yo he ido creciendo literariamente al compás de Zenda. En Zenda yo tenía una tendencia de escribir unos artículos “a mi manera”, mezcla de ensayo, narrativa, recuerdos, crítica literaria… donde yo me sentía muy libre; aprendí mucho sobre la manera de escribir y de encontrar una nueva voz mestiza en la redacción de esos textos zendianos, con una hibridación de géneros muy grande que yo veía que además gustaba bastante al lector. A esto hay que añadir la influencia de dos buenos amigos, zendianos también, Sergio Vila-Sanjuán y Juan Eslava Galán, que insistían en convencerme de escribir un ensayo. Y bueno, comencé a rellenar cuadernos durante un año con muchas ideas, y finalmente me senté frente al ordenador y poco a poco fue saliendo Los colmillos del cielo.
—¿Estás contento con la nueva experiencia?
—Sin lugar a dudas. No ha sido un salto sin red ni una acrobacia como la de Burt Lancaster en El espectáculo más grande del mundo. Al contrario, estaba muy convencido del camino que llevaba, y sinceramente, yo creo que mis lectores de novela van a reconocer mi territorio literario, van a sentirse muy a gusto, y además, con este nuevo registro, puedo captar nuevos lectores.
—Cambio de registro, de género, de narrativa, y también un cambio de editorial.
—Sí, he pasado de Edhasa a Ariel, donde yo había querido publicar desde hace años, así que he visto cumplido un sueño.
—Son trece los capítulos de estos colmillos del cielo; que es como decir 13 utopías. ¿Cuál ha sido el criterio de selección?
—Pues realmente, utopías teóricas hay muchísimas a lo largo de la historia de la humanidad, sobre todo en los siglos XVII y XVIII. Yo quería coger la primera teórica, la de Platón —y su historia con los dictadores de Siracusa—. E inevitablemente Tomás Moro, que define la Utopía como el no lugar; una novela ensayística con inevitables fragmentos realmente pesados y contradictorios, pero que tuvo una enorme capacidad de arrastre durante los siglos siguientes. Luego, lo que hice fue elegir aquellas utopías que se construyeron en la historia, de forma efímeras algunas, y otras más duraderas. Las que están, son. He elegido las que he considerado más importantes.
—¿Por qué terminas precisamente en Woodstock?
—Ten en cuenta que este es un libro de historia, y por tanto sigue un orden cronológico. Para mí los hippies fueron la última gran utopía; rápida, efímera, pero es que a mí los hippies me caen muy bien. Ellos estaban en la Era de Acuario, en aquel verano del amor del 67, que nos ha dejado para la posteridad imágenes inolvidables de gente guapa, con flores en el pelo, que querían hacer el amor y no la guerra y una banda sonora increíble, desde Los Beatles a Bob Dylan; sexo, drogas, peace and love. No le hicieron mal a nadie. ¿Quién de joven no hubiera querido vivir esto? Por supuesto, como todas las utopías, también tenía su cara oculta de la luna, que conocemos bien: la adicción a las drogas, los traumas de los niños… Los hippies querían volver a un Neolítico con televisión y drogas, pero ganaron el favor de la posteridad. Por eso esa utopía culmina este ensayo.
—¿Vas a volver a la novela?
—Pues no lo sé. De momento, en el territorio del ensayo estoy en la gloria, y con la editorial Ariel también. Y con mi editora estoy muy cómodo, pues he encontrado con ella una conexión instantánea. No puedo estar más feliz.
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