Jorge Fernández Díaz: “El melodrama es el gran instrumento de dominación del poder”
Con habilidad, talento e inteligencia, Jorge Fernández Díaz halló en la novela el bastón periodístico necesario para narrar realidades minadas de baches. Maestro en contar verdades pasadas por el colador de la ficción, el escritor y periodista argeñol, veintitantos años después de deslumbrar con "Mamá", una crónica biográfica de su madre, aborda la difícil y hermética figura de su padre en "El secreto de Marcial". La entrada Jorge Fernández Díaz: “El melodrama es el gran instrumento de dominación del poder” aparece primero en Zenda.

Con habilidad, talento e inteligencia, Jorge Fernández Díaz (Buenos Aires, 1960) halló en la novela el bastón periodístico necesario para narrar realidades minadas de baches. Maestro en contar verdades pasadas por el colador de la ficción, el escritor y periodista argeñol, veintitantos años después de deslumbrar con Mamá, una crónica biográfica de su madre, aborda la difícil y hermética figura de su padre en El secreto de Marcial (Destino, 2025), obra por la que se le ha concedido el último Premio Nadal.
El secreto de Marcial indaga en la vida de un hombre opaco, antiguo minero en Asturias, camarero inmigrante en el Palermo Pobre, un cinéfilo perdido y sacrificado que le retiró la palabra a su fíu cuando éste se sumergió en el mar bravo del periodismo canalla y de la literatura bohemia. Florecen, tangencialmente, temas como las heridas heredadas/provocadas por los padres, la biografía profesional del autor, el prestigio español del sufrimiento, la redención a través de la literatura, el amor sin “mariconerías ni nada de eso” entre hombres, etcétera. El libro está magníficamente escrito, engancha como el mejor jaco y se lee en una tarde. Conversamos con un brillante colaborador de Zenda que todavía conserva “la ilusión de vivir en un sábado eterno”.
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—Señor Fernández Díaz, ¿qué le debe usted al cine?
—Le debo todo: mi pulsión por la narrativa, ciertos trucos artísticos y la devoción absoluta, sobre todo, al cine que veía con mi padre, el del Hollywood de los cuarenta, cincuenta y sesenta. El Siglo de Oro del cine.
—¿En qué película quisiera vivir para toda la eternidad?
—Voy a decir una fácil, que no es una gran película: Medianoche en París. Me permitiría vivir en los barrios extraordinarios, bohemios, y viajar al pasado y encontrarme con Scott Fitzgerald y con Hemingway, y después, renegar de ese pasado y volver a otro pasado anterior. Sería muy bonito pensar que cuando nos vamos de aquí, de esta película de la que somos protagonistas, nos vamos a otra película, donde veremos qué papel nos toca.
—¿Con qué película —o películas— identifica su vida?
—Con Qué verde era mi valle y El hombre tranquilo. Eran las dos películas de John Ford que se miraban en casa, en Palermo Pobre, en ese televisor en blanco y negro. Mis padres, al ver en esas películas tanto la campiña galesa como la irlandesa, creían estar viendo Asturias. Sobre todo, en Qué verde era mi valle: la familia de mineros se parecía mucho a nuestras familias. Siempre recuerdo ese momento, en Qué verde era mi valle, cuando el niño viene golpeado del colegio, no le quiere decir nada a los padres, los padres se dan cuenta y los hermanos le enseñan boxeo. A mí también me pasó: mis padres, cuando me vieron, se miraron entre sí, y mi padre me compró un kimono y mi madre me apuntó a una academia de judo para acabar con algo que me pasaba a mí, el bullying. Yo hablaba bable en casa y, cuando fui al colegio, se burlaban de mí y me empezaron a pegar. Y el modo que mi padre encontró de detener eso lo sacó de una película.
—¿Ha identificado el Macguffin de su vida?
—(Risas) Supongo que el Macguffin de mi vida, lo que tira hacia adelante, es refutar el fantasma de mi padre, que me profetizó la miseria y la derrota. Lo hizo cuando se dio cuenta de que quería ser escritor y después periodista de la bohemia aquella. Pensaba que quería ser vago. Entonces, estuve todo el tiempo tratando de demostrarle que se había equivocado, y me convertí en un trabajador adicto del periodismo y de la literatura. Al final de su vida, mi padre estaba preocupado por la cantidad de trabajo que yo hacía. Sin embargo, uno sigue luchando contra los fantasmas de la infancia y de la adolescencia. Esta novela no sólo trata sobre la relación de difícil comunicación entre un padre y un hijo, sino sobre cómo el padre es un enigma. Cómo aquellos padres no venían equipados emocionalmente.
—En algún momento de la novela describe a su padre como la antítesis de Atticus Finch: “A veces parecía un pariente ramplón cruzado de simplismos; en ocasiones, un perfecto extraño lleno de posibles sorpresas”. ¿Cuándo y cómo empezó a explorar la cara oculta de la vida de su padre?
—Ocurre hace muchos años. Escribí Mamá hace más de veintidós años. Entrevisté a mi madre y a mi padre y con eso armé una crónica novelada, apenas novelada. Mi madre, ahí, se mostraba tal cual era en nuestra vida: una matriarca que había sufrido muchísimo y que había ido desplazando a mi padre, que se había convertido en un desconocido para nosotros, en un ser enigmático.
—Escribe: “Tempranamente mi madre lo había eclipsado: ella era carismática y él era opaco; ella tenía todas las palabras y a mi padre ya casi no le quedaba ninguna: siempre resultaba derrotado”.
—De mi padre había muy poco: los amigos se habían muerto y los secretos se los había llevado a la tumba. Entonces, el fantasma de mi padre me empezó a perseguir hace seis años. Creo que me reclamaba una novela sobre él. Para eso, tuve que revisar muchas cosas que había dejado por el camino, y tuve que hacer autoficción. Pude resolver con la novela lo que no se podía hacer con la documentación.
—Por cierto, ¿cuántas películas de aquellas que vio con su padre volvió a ver para preparar la novela?
—Me hice una anotación de cuáles fueron las películas que vi con mi padre. Fueron unas doscientas, las vi una por una y fui tomando nota de lo que decía mi padre sobre el amor, el deseo, la aventura, la cobardía, los amigos, etcétera.
—Lo ha mencionado antes: su padre le dio por perdido al descubrir que usted quería ser escritor.
—Fue un episodio muy fuerte. Descubre que quiero ser escritor y me da por perdido. Para no sufrir, me da anticipadamente por perdido. Cuando le hablé del periodismo y la bohemia…, imagínate: era el periodismo de Pueblo allá (risas). Se decepcionó perdidamente y, prácticamente, me dejó de hablar unos seis o siete años aproximadamente. Durante los diez años que fui reportero de sucesos, cinco años en Buenos Aires y cinco años en Neuquén, yo también estaba viviendo una aventura.
—Y escribió folletines.
—Como reportero, una vez más, sentía que la realidad nos ponía límites. No podíamos contar lo que sabíamos de cómo estaba organizado, cómo funcionaba la lógica de la mafia del fútbol, de la industria del secuestro extorsivo, etcétera. Entonces, tuve la desvergüenza absoluta de decirle a mi jefe: “¿Por qué no lo contamos como novela?”. Me dio la oportunidad de probar y escribí una novela por entregas, que ocurría en esa redacción, y contaba la verdad que no podía contar como periodista. Era un folletín, con su ilustración. Y un día, llaman a la redacción. Es mi padre y dice: “¿Recuperará el dinero?”. Nada de “hola, ¿cómo andás?”, ni nada (risas). En el último folletín, a la protagonista le robaban el bolso. Entonces, me brotaron las lágrimas. “¿Por qué quieres saberlo, papá?”. Y me dijo: “Porque todos los parroquianos del café están muy nerviosos y me han comisionado para preguntarte”. Cuando le dije que recuperaba el dinero, me volvió a preguntar: “¿Estás seguro?”. “Sí”. Y pac, me colgó. Fue un momento muy bonito: la literatura que nos había separado, de repente, nos unió. Ese día me amnistió. Nos indultamos mutuamente por lo que había sucedido.
—Hicieron las paces, pero de esa guerra usted salió con cicatrices.
—No tengo reproche para hacerle a mi padre: era camarero, un inmigrante asturiano, y luchó para que su hijo fuera ingeniero o trabajara en algo para valerse por sí mismo. Ser escritor era una derrota para él. Lo puedo comprender. El desafío que significó que él me profetizara el fracaso fue el gran motor que me trajo hasta acá. Al final, ese desafío fue bueno. La cosa más inquietante, cuando revisaba todo esto de mi padre, que yo vi es cómo no sólo lo que comemos: somos lo que vimos. Sobre todo, lo que vimos en los ojos de nuestros padres mientras miraban. Ahí se forma algo. Los antiguos usaban los mitos, los dioses; ahora, los superhéroes de Marvel. En nuestra época, el melodrama del Hollywood dorado era el modo en que pensábamos la vida.
—¿Sigue sucediendo?
—Todos estamos viviendo una película. Cuando era reportero de sucesos, me creía que era el detective protagonista: siempre estaba rodeado de problemas y me sentía en una película extraordinaria. Y conozco a mujeres que no han podido resistirse a la tentación de un amor imposible, intentando ser las heroínas sufrientes de un amor imposible. El melodrama nos formateó. Ahora, he descubierto que el melodrama es el gran instrumento de dominación del poder. El melodrama, hoy, pasó a la política.
—España y la Argentina son buenos ejemplos de ello.
—Cada vez que alguien toma el poder, construye una fábrica incesante de literatura melodramática: los buenos, los malos, los enemigos, la épica, el relato…
—Los “zurdos de mierda”, la “máquina del fango”…
—Exactamente. Y eso es muy peligroso. Es reducir la vida a una pantomima. Debemos reflexionar sobre eso. Sentimentalizar la política es algo terrible, siempre hace daño. Siempre conduce a un Waterloo.
—Sus padres vinculaban el sufrimiento con el crecimiento y el desarrollo. Eso, en no pocas familias modestas, todavía pasa —al menos, en España—.
—El sacrificio tenía mucho prestigio en España. Rafael Azcona venía de una familia de costureros. A veces se ponían a cantar con gran alegría y se descubrían felices. Y la madre de Azcona decía: “Ya lo pagaremos, ya lo pagaremos”. Eso es algo muy español. Aunque la comunidad judía en Argentina tiene un lema que es: “El sacrificio trae beneficio”. La idea de que si vos sos dichoso, no te estás sacrificando, te estás dejando y te va a comer el león en la jungla. El melodrama también creó, con su formato, algunos malentendidos: “Si estoy bien, me va a pasar algo mal”. Entre la cultura española y el melodrama norteamericano, han hecho todo un asunto (risas). Claro, mis padres creían que si alguien no estaba trabajando y sacrificándose, en el momento no estaba progresando. Y alguien que no progresaba, iba a caer en desgracia. Por tanto, me convertí en dos cosas: uno, en un escalador, había que escalar de manera infinita, sin detenerse a mirar lo que has escalado; dos, en un explorador que va con la escopeta porque cree que estamos en la jungla. Todo esto se forjó en la infancia y la adolescencia. Para mover eso, que está escrito en piedra, hay que rascar mucho la piedra.
—El personaje de Lorenzo dice: “Existe un amor entre hombres. Una especie de amor sin sexo ni mariconerías ni nada de eso. Amor masculino puro y duro”. ¿Ha conocido ese amor?
—Sí. Es muy interesante, no hablamos de homosexualidad. Es un amor muy particular entre hombres, un amor viril hecho de lealtades. Se ve mucho en hombres que ha participado en guerras, que ha compartido trinchera. Arturo Pérez-Reverte tiene un relato que le mandé, “Rescatando al sargento Villegas”. Es sobre el amor de un sargento y un soldado. Él se lo da a los marinos y a los militares y hace la prueba de a ver si lloran con eso. Y lloran. Ese llanto viril, que no tiene nada que ver con el erotismo, insisto, es algo muy profundo.
—Ese amor gastan Lorenzo y Marcial.
—Es un amor de toda la vida. Se han salvado mutuamente la vida. Y ese amor de hombre se cuida por encima de cualquier cosa. Es raro hablar de esto.
—Vamos acabando, Jorge. ¿Con qué película identifica la Argentina de hoy?
—La caída del Imperio Romano (risas). Estoy muy conectado con España. Veo a argentinos de todas las ideologías venir a dar lecciones a España, y me da una vergüenza…
—Igual os estáis vengando.
—(Risas) ¡Nosotros no podemos dar lecciones de nada! Llevamos cincuenta o sesenta años de decadencia, en un tobogán que, como dice Vargas Llosa, no se vio nunca en Occidente. Ni Milei ni el kirchnerismo pueden dar lecciones. España ha hecho, más o menos, las cosas bien. En todo caso, sí hay un tema delicado, el único que la sociedad argentina podría enseñar a la española: Argentina fue un lugar de inmigración. En un momento dado, el 70/75% de la población eran inmigrantes españoles y argentinos. Del norte de España y del sur de Italia: eso es la Argentina. Luego vinieron los polacos, etcétera. Y el asunto de la inmigración no se abordó de manera sentimental, incluso Perón, a quien detesto. Lo hicieron programado. Mis padres viajaron a ese país abierto, pero les pidieron antecedentes penales, que alguien los llamara desde allí, una carta de recepción, certificado de salud porque iban a trabajar allá… Fue programado, racionalizado, controlado y armado. Creo que la causa de la inmigración está abordada sentimentalmente, llena de prejuicios, de un lado y de otro. Europa no sabe resolver el problema porque lo tiene sentimentalizado.
—¿Se ha topado la Argentina con su güercu?
—El güercu es un animal mitológico, místico, que anticipa la muerte. No, no. Argentina giró a lo contrario de lo que estaba. Pero no necesariamente lo contrario de una estupidez es una buena idea. No me gustan los populismos de izquierdas ni de derechas. Creo en una democracia con centro. El otro no es el enemigo, hay que acordar con el otro algo. Si no, acabamos al estilo Goya (risas).
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