El juego de los nombres

Descubro en Liceaga una nueva voz, si bien no exenta de experiencia y oficio, digna de ser incorporada a la nómina de autores actuales a los que hay que leer y, en adelante, seguir con complacida atención. Llego a semejante aserto luego de descubrir en la mexicana una maestría poco habitual en los tiempos que... Leer más La entrada El juego de los nombres aparece primero en Zenda.

Feb 10, 2025 - 17:30
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El juego de los nombres

La editorial Las Afueras, de la que, entre otros, recuerdo el libro de la argentina Mercedes Halfon titulado El trabajo de los ojos (hice entusiasta reseña para otro medio hace años), confirma su fiabilidad al apostar por excelentes autoras —el sello tiene una evidente inclinación por las firmas femeninas— que cabría definir como emergentes, a pesar de su indudable oficio, y vuelve a demostrar su buen ojo publicando Las vigilantes, de la autora mexicana Elvira Liceaga, novela de la que vengo a hablar por la sencilla razón de que es de justicia hacerlo, como en su día hice con Halfon.

Descubro en Liceaga una nueva voz, si bien no exenta de experiencia y oficio, digna de ser incorporada a la nómina de autores actuales a los que hay que leer y, en adelante, seguir con complacida atención. Llego a semejante aserto luego de descubrir en la mexicana una maestría poco habitual en los tiempos que corren, una forma de narrar elevada y al mismo tiempo eficaz, demostrando un saber hacer que, insisto, se echa demasiado en falta en la narrativa actual.

"La novela se construye de forma fragmentada porque así, fraccionados, discurren los pensamientos y los anhelos de la narradora, Julia"

En Las vigilantes seguimos las vicisitudes de los tres vértices de un triángulo, uno por cada tipo de mujer protagonista, propio de esa tómbola excéntrica adornada con luces falsas, espejitos deformantes y ruidos de estrépito que definen lo que hemos convertido en la vida moderna. Tres mujeres, Julia, su madre Catalina y Silvia, arrastrando su existencia, no se sabe bien si con resignación, apatía o acomodo, desde sus respectivas —y diferentes— posiciones en la vida, que convergen en una suerte de desilusión compartida.

Contrastada Trinidad de Madre, Hija y Espíritu Puro.

Julia, la voz que narra y, por lo tanto, la que marca el paso, el ritmo y la dirección, nos confiesa que «es difícil irse, pero es más difícil regresar», pues retorna a su ciudad, México DF, y se instala en casa de su antagónica madre —con quien está unida indisolublemente, sobre todo por el dolor de la pérdida de Celeste, hija de una y hermana de la otra—, pasando a ocupar su antigua habitación, que ahora la recibe simbólicamente vacía, decorada, valga el eufemismo, con un «estilo minimalista».

"Enseguida compartimos con ella el sinsabor de tener que asumir los hechos que marcan su vida en esa habitación, en esa casa; principalmente la huella de Celeste, su hermana muerta"

La novela se construye de forma fragmentada porque así, fraccionados, discurren los pensamientos y los anhelos de la narradora, Julia. Sobre todo teniendo presente que uno de los leitmotivs capitales de la historia es la imposible recuperación de Celeste, la hermana, sí, pero también la hija perdida prematuramente. Dichos fragmentos —no capítulos— permiten a Julia viajar en su discurso sin ataduras al albur de cada instante, aprovechando el flashback como referente de una evasión personal ante la obsesión de las pérdidas irremediables.

Adviértase que Julia representa la figura de una escritora en cierta medida fracasada, acogotada frente al inmediato futuro, cuando no amenazada por la derrota.

Enseguida compartimos con ella el sinsabor de tener que asumir los hechos que marcan su vida en esa habitación, en esa casa; principalmente la huella de Celeste, su hermana muerta. En palabras de Julia: «Cada vez que toco uno de esos recuerdos salgo astillada».

Ay, el rastro de las niñas muertas: Celeste, Alejandra…

"A uno le parece que la intención de Liceaga es avisarnos de que las cartas, la palabra escrita y confesional, conjuran el dolor y la culpa"

Insegura del camino a tomar de cara a su nueva vida profesional, la protagonista acepta la propuesta de su madre —terapeuta y voluntaria en un albergue para jóvenes embarazas y sin amparo— y pasa a formar parte del equipo de asistentes en el Centro donde colabora Catalina.

Allí se encuentra con Silvia, encinta, quien desea aprender a leer y escribir con el noble objetivo de redactar una carta destinada a su futuro hijo, al que dará en adopción. En esa carta, Silvia pretende hallar una exoneración que mitigue su sentimiento de culpa explicándole a su futuro vástago —sobre el papel que ha de suplir el cara a cara o la viva voz— por qué no se ha quedado con él.

A uno le parece que la intención de Liceaga es avisarnos de que las cartas, la palabra escrita y confesional, conjuran el dolor y la culpa. Ahí están, asimismo, las que la propia Julia redactaba en la niñez destinadas a una ausente compañera de colegio, la fallecida Alejandra.

"El reseñista sí está obligado a descubrir simbologías, enaltecer la arquitectura de la historia que se cuenta o halagar el estilo en que la esa historia viene armada"

Los primeros encuentros con Silvia empiezan con lúdicos ejercicios a partir de las palabras. Silvia no sabe cuál es su palabra favorita, ni parece comprender que nadie tenga una palabra preferida, pero cuando Julia le confiesa que la suya en «macadamia», y le cuenta curiosidades acerca de la nuez que lleva ese sobrenombre, Silvia comienza a abrirse y a aceptar los encantos recónditos del nombre de las cosas y las personas. Por ejemplo, se hace referencia al significado de algunos nombres propios, como si nos internásemos en un nuevo juego que bien podríamos llamar el juego de los nombres, propios o comunes. O las letras de la firma que han de marcar el destino. Y las múltiples derivaciones conceptuales de un nombre: lo que va del término Silvia a una casa de suburbio dibujada en un papel.

Aun así, la sensación que recibe el lector es que nunca llega a concretarse la complicidad entre ambas jóvenes (Julia y Silvia), del mismo modo que tampoco cuaja entre la madre y la hija. Por lo tanto, hemos de inferir que las circunstancias ajenas (personalidad, experiencias, edad, clase social, cultura, etc) elevan una barrera condicionante en toda interrelación entre personas.

En fin, en un logro indiscutible y feliz llegamos a lo que la autora define como «la letra teatral».

"Un ruego final: no permitamos que Elvira Liceaga pase desapercibida. Ella nos ofrece un atisbo de esperanza para la actual narrativa en castellano"

Pero no ha de ser el cometido de una reseña recorrer de “p” a “pa” las páginas de un libro, por lo que eso tiene de repetición y castigo para el lector de dicha reseña. En cambio, el reseñista sí está obligado a descubrir simbologías, enaltecer la arquitectura de la historia que se cuenta o halagar el estilo en que la esa historia viene armada. En ese sentido, quiero hacer hincapié en el impacto positivo que me causó Las vigilantes y, en particular, su final:

«—Si quieres, nos rapamos.»

Porque Julia ya no necesita vivir en la palabra escrita.

Un ruego final: no permitamos que Elvira Liceaga pase desapercibida. Ella nos ofrece un atisbo de esperanza para la actual narrativa en castellano.

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Autora: Elvira Liceaga. Título: Las vigilantes. Editorial: Las afueras. Venta: Todos tus libros.

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