Casas de locos, de Colin Barrett

El autor del aclamado libro de relatos Glanbeigh (Salajín) regresa a las librerías con una primera novela en la que un secuestro desbarata las anodinas vidas de unos chicos que viven en los márgenes de una ciudad irlandesa cualquiera. En Zenda ofrecemos el arranque de Casas de locos (Sajalín), de Colin Barrett. *** Capítulo 1... Leer más La entrada Casas de locos, de Colin Barrett aparece primero en Zenda.

Mar 8, 2025 - 06:19
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Casas de locos, de Colin Barrett

El autor del aclamado libro de relatos Glanbeigh (Salajín) regresa a las librerías con una primera novela en la que un secuestro desbarata las anodinas vidas de unos chicos que viven en los márgenes de una ciudad irlandesa cualquiera.

En Zenda ofrecemos el arranque de Casas de locos (Sajalín), de Colin Barrett.

***

Capítulo 1

Dev Hendrick estaba echado a oscuras en el sofá, dormido o casi, con el portátil apoyado en el vientre y los auriculares derramándole ruido blanco en los oídos, cuando el móvil sonó dos veces en la mesita y luego paró.

Sintió las vibraciones más que oírlas. Se enderezó, cerró el portátil y lo dejó en la mesa. El ruido de los auriculares se extinguió. Cogió el móvil sabiendo de antemano el número que aparecía en la pantalla. Dos zumbidos significaban: estamos aquí. Se sacó los auriculares de las orejas, aguzó el oído para escuchar la noche vacía y entonces lo oyó, el ruido familiar del coche avanzando lentamente por el camino, el sordo ronroneo del motor, el crujido de las ruedas sobre la gravilla.

En la mesa había una botella de Corona casi vacía. Se bebió el poso. Ya no tenía espuma, estaba agria y una marchita rodaja de lima yacía acurrucada como un bicho ahogado en el fondo.

Georgie, el perro que dormitaba en el maltrecho sillón rojo, se revolvió y despertó con un gañido sobresaltado.

—Calla —dijo Dev.

Georgie era un perro diminuto y muy intranquilo cuyo pelaje algodonoso cubría unas costillas finas y frágiles como las de un pollo. Tenía unos dientes amarillos demoníacos, agostada cara de rata y una mirada húmeda, sanguinolenta y siempre suplicante que hacía que la mitad del tiempo Dev quisiera mandarlo de una patada más allá del muro del jardín. Tampoco era que Georgie se aventurase demasiado al exterior: viejo, malhumorado y cada vez menos intrépido, el perro prefería el acogedor y atestado hábitat de la sala, donde pasaba los días deambulando de un nicho acolchado a otro y viendo la tele como una anciana.

Georgie volvió a ladrar.

—Para ya, ¿quieres? —dijo Dev en voz lo bastante alta para arrancarle a Georgie un gorjeo humillado.

Dev y Georgie nunca se habían llevado muy bien, pero desde la muerte de la madre, el perro había comprendido que Dev era su única fuente de sustento y de lo que podía pasar por compañía en la casa y había desarrollado, si no afecto, al menos una receptividad comedida a sus órdenes, siempre que se dieran con suficiente vehemencia y desprecio. Georgie solo respetaba la vehemencia y el desprecio, al menos en lo que concernía a Dev. Dev se calzó las Crocs y se dirigió con paso cansino al recibidor. Una gélida luz diagonal había atravesado el cristal de la puerta e iluminaba el papel verde y dorado de la pared y el mohoso follaje de los viejos abrigos de su madre amontonados en el perchero.

Retiró el pasador y abrió. El sensor se había activado e iluminaba el camino. La lluvia caía como chispas desordenadas en la luz; las gotas tocaron la cara de Dev y allí se quedaron. El motor del coche se paró y se apagaron los faros. Dev vio que su primo Gabe Ferdia se apeaba por la puerta del conductor y poco después Sketch, el hermano pequeño de Gabe, salió del asiento trasero y ayudó, o más bien sacó a rastras, a una tercera persona. La tercera persona era un crío de cara pálida.

—Menuda noche —declaró Gabe.

—¿Es una puta broma? —dijo Dev.

—Lo siento, pero no —dijo Gabe. Entornó los cansados ojos en la lluvia racheada y esbozó una sonrisa socarrona en la cara larga y delgada—. ¿Nos dejas entrar o qué?

Los tres se quedaron allí bajo la lluvia, esperando a Dev.

—Pasad —dijo Dev.

Sketch dio un empujón al crío para que avanzara. El chico calzaba una única zapatilla de deporte y llevaba la otra en la mano, lo que le obligó a dar saltitos con el pie del calcetín por el camino de gravilla. Cuando ya estaba bastante cerca, Dev vio que tenía la cara marcada: un corte oscuro, demasiado reciente para haber cicatrizado, a un lado del ojo. El chico dirigió una mirada inexpresiva a la casa, luego a Dev.

—No —dijo.

—Sí —dijo Gabe.

—Ni de coña —dijo el chico.

Se quedó allí parado hasta que Sketch volvió a empujarlo. Entró a trompicones. Sketch y Gabe lo siguieron. Dev cerró la puerta con el pasador mientras los hermanos se llevaban al chico pasillo abajo.

*

Cuando Dev se reunió con ellos en la cocina, habían sentado al crío a la mesa. La zapatilla de deporte estaba encima, al lado de la mantequera. Sketch aguardaba detrás del chico con las manos encima de sus hombros. Gabe se había quitado la cazadora, una bómber negra con la inscripción TEQUILA PATROL grabada en la espalda con letras doradas. Con ademán ensayado, la agitó una sola vez en el aire, lo que hizo que las gotas de lluvia más ligeras salieran volando de la tela, y luego la colocó pulcramente en el respaldo de una silla. Abrió la nevera, empezó a sacar botellas de Corona y dejó cuatro en fila sobre la encimera.

El chico aparentaba unos quince o dieciséis años. Tenía la piel pálida y azulada, como leche cruda en un cubo. Iba bien afeitado y, de no ser por la zapatilla que le faltaba y el feo corte sobre el rabillo del ojo, habría parecido un jovencito cualquiera de esos que se ven pululando por el centro los viernes por la noche, acicalado con esmero para la discoteca: pelo negro corto peinado enérgicamente hacia delante, tan empapado de lluvia y productos capilares que brillaba como alquitrán derretido; el botón superior de la camisa azul celeste cerrado clericalmente a la altura de la garganta; vaqueros oscuros y la penetrante arremetida de la loción de afeitar emergiendo de él como una niebla.

—Tendrás el pie empapado —dijo Dev.

—¿Qué? —dijo el chico.

—He dicho que tendrás el pie empapado.

El chico se miró el pie. Miró a Dev.

—No es grande ni nada el cabrón —dijo.

Un flujo caliente recorrió el cuerpo de Dev. Oyó la risita de los Ferdia.

—Pues sí, Dev es tamaño dios —dijo Gabe mientras abría las cervezas. El siseo de la despresurización y el estallido de cada chapa —pop, pop, pop, pop— se solaparon con un tintineo metálico cuando rebotaron en la encimera y dos rodaron hasta el borde para tintinear de nuevo en el suelo.

—Esas manazas que tiene son como excavadoras —dijo Sketch.

Dev bajó la vista a sus manos colgantes. Bien cierto. Eran enormes, como también lo era Dev. Cuando estaba solo, que ahora solía ser lo habitual, se olvidaba de su tamaño. Cuando aparecían otros, se lo recordaban rápidamente. Un tipo que crecía más allá de cierto límite, más allá de ciertas proporciones: la gente nunca llegaba a acostumbrarse.

—¿Conoces a este tío? —le preguntó Gabe al chico.

El chico se encogió de hombros.

—¿Nunca lo has visto en Ballina?

—Si hubiese visto a un capullo de este tamaño, me acordaría. Pasa de los dos metros, ¿no?

—Sí, algo así. Aunque Dev engaña —dijo Gabe—. Para lo grande que es, apenas deja huella en el mundo. La mitad del tiempo ni te enteras de que está ahí.

El chico miró a Dev y pareció sopesar mentalmente la veracidad del comentario.

—Quiero mi móvil —dijo.

—Olvídate del móvil, chico —dijo Gabe.

—Oye, grandullón —le dijo el chico a Dev—, ¿me prestas el teléfono?

—Lo del móvil ni lo sueñes —dijo Sketch, dándole un golpe en el hombro.

—Dev, te presento a Doll English —dijo Gabe—. Doll, este es Dev.

—Yo no debería estar aquí —dijo Doll.

—No te preocupes —dijo Gabe pacientemente—. A Dev no le importa. ¿A que no, Dev?

Dev negó con la cabeza.

—Se nos ha ocurrido que podrías dormir aquí esta noche —siguió Gabe.

—Y una mierda —dijo el chico.

—A ver esos modales —dijo Gabe, y miró a Dev—: No te importaría, ¿verdad?

—Si respondéis por él —dijo Dev.

—Respondemos por él cien por cien. —Gabe cogió una Corona de la encimera y se la ofreció al chico—. Te la doy si te quedas aquí sentadito y te la bebes con educación.

—Dev conoce a Cillian —dijo Sketch—. Aquí todos conocen a tu hermano.

La mención de Cillian pareció calmar al chico. Aceptó la botella. Gabe le pasó otra a Sketch y le ofreció la que quedaba a Dev.

—No, gracias —dijo Dev.

—Vamos —dijo Gabe, encajándole la botella en la mano.

Gabe dio un trago. Doll English dio un trago. Sketch dio un trago.

Dev dio un trago, paseó el chisporroteo de las burbujas por la boca y bebió.

[…]

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Autor: Colin Barrett. Título: Casa de locos. Traducción: Magdalena Palmer. Editorial: Sajalín. Venta: Todos tus libros.

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