La guillotina ética

La geopolítica, esa partida de ajedrez donde las fichas son vidas humanas, se juega ahora a cara o cruz, con la incertidumbre como único comodín. El enemigo ya no lleva uniforme, se camufla entre la multitud, se reproduce en los resquicios de la desesperación. La entrada La guillotina ética se publicó primero en Ethic.

Mar 11, 2025 - 16:36
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La guillotina ética

Permítanme comenzar con una imagen, una escena que se repite en aulas de derecho y filosofía, y que ahora, más que nunca, resuena con la crudeza de nuestra realidad. Un profesor plantea a sus alumnos un dilema: un avión, repleto de pasajeros y controlado por terroristas, se dirige hacia un posible objetivo. ¿Pulsarían el botón para derribarlo, sacrificando a los inocentes a bordo, o esperarían, con la angustiosa incertidumbre de un posible desastre mayor en tierra? No es un juego, ni una mera disquisición académica. Es el eco de un mundo al borde del abismo, donde las decisiones se toman en fracciones de segundo y las consecuencias pesan como losas.

El aire enrarecido de la cabina, la quietud tensa que precede al estallido, y esa pregunta, colgada como una guillotina sobre nuestras conciencias: ¿pulsar el botón? ¿Convertir el avión en un sudario de acero y llamas, o dejarlo seguir su curso, quizás hacia un destino aún más sombrío? No es un acertijo de sobremesa, sino el eco amplificado de un mundo que ha perdido el norte. Los filósofos se rascan la calva, los juristas husmean en sus códigos, pero la respuesta, si es que la hay, se esconde entre las sombras de nuestra propia naturaleza.

Porque no hablamos solo de terroristas y aviones, sino de la fragilidad de nuestra convivencia, del miedo que se disfraza de razón de Estado, de la sospecha que envenena cada gesto. La geopolítica, esa partida de ajedrez donde las fichas son vidas humanas, se juega ahora a cara o cruz, con la incertidumbre como único comodín. El enemigo ya no lleva uniforme, se camufla entre la multitud, se reproduce en los resquicios de la desesperación. ¿Cómo protegerse de lo invisible, de lo que muta y se replica en el caldo de cultivo del resentimiento?

¿Cómo protegerse de lo invisible, de lo que muta y se replica en el caldo de cultivo del resentimiento?

La economía, ese dios al que tantos rinden pleitesía, tiembla ante la más mínima amenaza. Los mercados se contraen, los precios se disparan, el empleo se evapora como agua en el desierto. La seguridad, esa palabra que antaño evocaba calma y sosiego, se ha convertido en un monstruo de mil cabezas, que exige sacrificios y recorta libertades. La tecnología, que aspira a ser la llave de la seguridad, se ha convertido en un arma de doble filo. Los drones, los sistemas de vigilancia masiva, la inteligencia artificial: herramientas poderosas que pueden prevenir ataques, pero que también abren la puerta a abusos y violaciones de la privacidad. ¿Dónde está el límite? ¿Cómo podemos garantizar que estas herramientas no se conviertan en instrumentos de opresión?

El utilitarismo, con su cálculo frío de costes y beneficios, nos impulsa a buscar la solución que minimice el sufrimiento global. Sin embargo, esta lógica puede conducir a resultados escalofriantes. La historia nos ofrece ejemplos donde la búsqueda del «bien mayor» justificó atrocidades indescriptibles. Las políticas de limpieza étnica, los genocidios y las dictaduras se han escudado en la necesidad de sacrificar a unos pocos para salvar a muchos. Esta perversión del utilitarismo nos advierte sobre los peligros de deshumanizar a las víctimas en nombre de un objetivo superior.

El deontologismo, por otro lado, nos recuerda que existen límites infranqueables, derechos fundamentales que no pueden ser violados bajo ninguna circunstancia. La dignidad humana, el derecho a la vida, la prohibición de la tortura, son principios que deben prevalecer incluso en las situaciones más extremas. Sin embargo, la rigidez del deontologismo puede llevarnos a la parálisis, a la imposibilidad de actuar frente al mal. La historia nos enseña que la inacción también tiene consecuencias, que la indiferencia puede ser tan dañina como la acción equivocada.

La teoría del contrato social, que se remonta a Hobbes y Locke, nos ofrece otra perspectiva. Nos recuerda que la sociedad se basa en un acuerdo tácito, en la renuncia a ciertas libertades individuales a cambio de seguridad y protección. Pero, ¿qué sucede cuando el Estado, que se supone debe protegernos, se convierte en una amenaza? ¿Qué derechos tenemos cuando el contrato se rompe?

El concepto de justicia distributiva, desarrollado por filósofos como John Rawls, nos invita a reflexionar sobre la equidad en la distribución de recursos y oportunidades. ¿Cómo podemos construir una sociedad justa cuando las desigualdades son tan flagrantes? ¿Qué obligaciones tenemos hacia los más vulnerables?

La globalización ha intensificado estos dilemas éticos. Las decisiones tomadas en un rincón del mundo pueden tener repercusiones devastadoras en otros lugares. La crisis climática, la pandemia de Covid-19, la guerra en Ucrania, son ejemplos de cómo la interconexión global exige una nueva ética de la responsabilidad.

En los despachos de los líderes mundiales, en las salas de crisis donde se toman decisiones que afectan a millones, resuena el eco de este dilema.

El debate se desata con una ferocidad inusitada en las redes sociales. El anonimato, esa máscara que nos permite decir lo que pensamos sin miedo a represalias, también nos convierte en verdugos virtuales. Las opiniones se polarizan, los insultos llueven como pedradas, la empatía se diluye en un mar de rencor. ¿Cómo podemos construir un diálogo constructivo en medio de esta tormenta de emociones?

No somos meros espectadores de un mundo que se desmorona, sino arquitectos de un futuro que aún está por construir. Que la duda nos impulse a cuestionar, la empatía nos guíe hacia la comprensión y la justicia nos inspire a luchar por un mundo donde la dignidad humana sea el principio rector.

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